El orden público desordena y coarta la libertad hasta un grado que pocos sospechan.
Me
he pasado gran parte de mi vida en la inopia, en Narnia o como quieras
llamar a ese estado de inconsciencia histórica y espacial en que se
encuentra la gente en general. Sin embargo nunca encontré consuelo en el refrán, cruel como casi todos los
refranes, que dice: mal de muchos, consuelo de tontos. En realidad quedé muy consternada al darme
cuenta de que la mayoría de la gente vive así. Vivimos así. Conforme me puse a estudiar entendí lo que significa que se te caiga el alma al suelo. Comprender que vivimos en un engaño no es para menos.
La
mayoría de las personas vive su vida sin detenerse a entender en qué
tipo de hábitat social está inmersa. Mientras un animal conoce
perfectamente el funcionamiento de su entorno natural —sabe quién lo
puede devorar, de qué alimentarse, cuándo es tiempo de ocultarse y
cuándo de atacar—, el ser humano desconoce los mecanismos reales que
regulan su vida. Cree saberlo porque se le ha enseñado un relato
superficial que habla de democracia, Estado de derecho, Constitución o libertad de
pactar. Pero ignora que bajo esa superficie hay un sistema complejo y
bien diseñado que actúa sobre él como un conjunto de grilletes
invisibles.
Uno de esos grilletes más eficaces y desconocidos es la noción jurídica de “orden público”.
La mayoría ha oído esa expresión, pero la relaciona con temas triviales
de "desorden" como la policía controlando una manifestación para que
nadie rompa cristales, con esos vecinos que ponen la música alta cuando
se juntan con amigos o con esas feministas con las tetas al aire pintando
estatuas o defecando en las escalinatas de las iglesias. No comprenden
que el orden público es un concepto profundo, elástico y mutante,
que delimita hasta dónde puede llegar la voluntad individual antes de
chocar contra el muro del interés general tal y como lo definen el
legislador o el juez en cada época.
Este
concepto no es nuevo, aunque su formulación técnica y abstracta es
moderna. Su historia es la historia de cómo las sociedades han
legitimado la imposición de reglas generales sobre los individuos, bajo
distintas justificaciones, pero siempre con el mismo propósito:
subordinar la autonomía privada a un principio supremo interpretado por
una élite especializada. Nuestros amigos los especialistas y expertos a
quienes tanto les debemos😕.
En
el mundo antiguo —Egipto, Babilonia, Sumeria, Persia— la ley no se
presentaba como una abstracción discutible: era la voluntad directa de
los dioses administrada por el soberano, que a su vez ejercía como jefe
político y sacerdote supremo. Importantísimo ese punto.
Nadie necesitaba definir algo parecido a
“orden público”: el orden era el cosmos, y el soberano era su garante en
la Tierra. En Egipto esto se encarnaba en el principio de Maat,
ese equilibrio cósmico que el faraón debía preservar. En Babilonia, el
Código de Hammurabi explicitaba que las leyes se dictaban para agradar a
los dioses, proteger a los débiles y garantizar la paz en el reino.
Osea, los Dioses tenían que estar contentos y los que sabían como
agradarlos eran los expertos de la época: los sacerdotes y sus
cómplices, reyes o faraones o como los quisieran llamar.
En
Roma se produjo un giro decisivo y maquiavélico que prepararía lo que
siglos después terminó desembocando en "nuestros días". Ellos definen la
distinción entre ius publicum e ius privatum. Por primera vez se conceptualizó la idea de que había ámbitos reservados al interés común (la res publica) donde la voluntad individual debía ceder.
Aún no existía el “orden público” como categoría abstracta y con este
nombre, pero claramente ellos pusieron el huevo fecundado con el embrión
creciendo dentro: lo público por encima de lo privado, el interés de
Roma por encima de cualquier pacto particular.
Con
la cristianización del Imperio y la expansión del derecho canónico en
la Edad Media, se moralizó esta distinción. Otra vuelta de tuerca. Se dieron otros pasos muy
bien dados y sutiles que abonaban el terreno para lo por venir. Las
normas ya no solo protegían al Estado o al emperador, sino que tenían
que reflejar la ley divina tal y como la Iglesia la interpretaba. Las
normas sociales al servicio de la moral cristiana.
Así
surgió una casta sacerdotal que reclamaba la potestad de decidir qué
era lícito y qué no, qué matrimonios podían celebrarse, qué contratos
eran aceptables, cómo debían vivir las personas, qué estaba permitido
enseñar y qué debía castigarse como herético. El
sacerdote o el fraile cristiano se convirtió en el gran árbitro del
orden social. Ellos eran los jueces, los notarios y los escribas que
copiaban los manuscritos.
La
aparente ruptura que llega con la Revolución Francesa y la
codificación napoleónica es exactamente eso, una apariencia, un
espejismo o, si queremos ser más científicos, una tomadura de pelo
colosal.
Los ilustrados reemplazaron astutamente la referencia explícita a Dios por la referencia a la “voluntad general”,
el nuevo principio supremo. Si ya era difícil cuestionar los deseos o
la voluntad de Dios, imagínense a partir de este momento como se encara
al "disidente" o al que critica. Señalar incoherencias o denunciar
abusos del poder dejó de ser pecado para convertirse en traición. Se acabaron las penitencias y entramos en las grandes ligas.
Acordaos que Roma no paga traidores. 😁😁😁 Esto ya lo habían advertido con siglos de antecedencia y quien avisa no es traidor.
El
Estado-nación, a partir de la revolución francesa, se erige como
soberano absoluto y la ley pasa a ser “la expresión de la voluntad
general”, como proclama el artículo 6 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789. El artículo 6 del Código Civil
francés de 1804 lo formula con claridad: “No pueden derogarse mediante convenciones particulares las leyes que interesan al orden público y las buenas costumbres.”
Aquí el concepto de orden público queda fijado como herramienta
moderna. Es el límite formal que el Estado puede imponer a cualquier
autonomía privada, invocando valores generales definidos por el
legislador o por el juez.
En realidad, lo que ocurre dentro de la chistera del mago ilustrado es un sencillo truco: el Estado moderno reemplaza a Dios. El conejo cambia de lugar con la paloma. Con el tiempo Alicia en el país de las maravillas será el nuevo Moisés y el Principito hablará desde las camisetas como el nuevo Zaratrusta.
Lo
que antes había que cumplir porque agradaba a los dioses o porque lo
decía la Iglesia, ahora hay que cumplirlo porque lo determina el Estado
en nombre del bien común, de la moral pública o del interés general. Escoge tú el caramelo que más te guste.
La clave es que (en verdad) no
se avanza para proteger al individuo frente al caos exterior, sino de
someterlo preventivamente a una arquitectura jurídica que define qué
puede hacer, qué no puede hacer, qué puede pactar, de qué puede disponer
y de qué no. Y últimamente incluso qué puede pensar, qué puede opinar y qué puede preguntar sin cometer "crimen de odio".
La
paradoja es que, mientras esto se presentaba y se sigue haciendo, como
una liberación —el paso de la servidumbre religiosa a la ciudadanía
ilustrada— en realidad supuso el
refinamiento del mecanismo de control: ya no hacía falta recurrir a
mandatos divinos o a la moral clerical. Ahora basta con que la ley estatal diga que algo afecta al “orden público” para anular la voluntad
individual.
Y es aquí donde aparece otro hilo de continuidad que no debemos perder de vista: los intérpretes.
Los
sacerdotes antiguos reclamaban el monopolio de saber qué quería Dios.
Los patricios y juristas romanos reclamaban el monopolio de saber qué era bueno para
la res publica. Los clérigos y obispos medievales reclamaban el monopolio de
saber qué exigía la moral cristiana. Y hoy, sus herederos —los jueces,
los diplomáticos, los tecnócratas de organismos internacionales, los
presidentes de los tribunales constitucionales o de la O.M.S. — reclaman el
monopolio de saber qué quiere la ley, qué necesita el orden público, qué
es bueno para el interés general.
Así mismo, sin tonterías ni medias tintas.
Son ellos los auto-convocados para determinar
qué reglas deben regir la convivencia. Y como siempre, excluyen, con la misma eficacia a los ciudadanos ordinarios, como tú y como yo, del debate público. Nos consideran incapaces para entenderlo.
El
tema de la incapacidad es tan apasionante que le dedicaremos en algún
momento un articulito también. Ahora volvamos al ejemplo del inicio.
Mientras
el animal conoce perfectamente su hábitat natural, el ser humano vive en un hábitat artificial —jurídico, económico,
institucional— que no comprende y que ni siquiera se detiene a analizar.
No tiene tiempo, no tiene ganas o simplemente no le da la cabeza mal
alimentada, llena de micro plásticos y conservantes para juntar dos y dos. Cree que sus contratos son
libres, pero están restringidos por un orden público que no define él.
Cree que sus decisiones sobre la educación y la custodia de sus hijos
son suyas, pero están supervisadas y condicionadas por el interés
superior del menor tal y como lo interpretan jueces y burócratas. Cree
que trabaja para prosperar, pero está sujeto a reglas fiscales y
laborales indisponibles, definidas también bajo el pretexto de la
protección y el bien común. Y lo mismo pasa con las herencias y otros
temas de los que ya hablaremos otro día.
Y lo más perverso de todo, al menos para mí, es que el proceso actual se está llevando a cabo sin que ya ni siquiera haga falta Dios como justificación última.
Ni
siquiera el Papa necesita invocar un Dios concreto: el anterior
pontífice, por ejemplo, impulsaba un proyecto ecuménico que disuelve las
diferencias religiosas para facilitar un consenso planetario en torno a
un nuevo orden moral y jurídico mundial. Una mezcla de Yahvé, Jeová,
Pacha Mama, Apis, Baal y lo que le quieran echar a la coctelera divina.
En
ese orden, el para unos, ansiado NOM y para otros temido, Estado
mundial (o sus órganos equivalentes) se convertirá en el único soberano
real, bajo la apariencia de laicidad, derechos universales y protección
global.
Este es el resultado final de más de dos mil años de evolución: el
paso de Dios al Estado, y del Estado nacional al Estado global, con el
mismo propósito: definir qué está permitido, qué es moral, qué es
ordenado, quién debe obedecer y quién tiene derecho a mandar.
Hoy
los nuevos sacerdotes no están en templos: están en los tribunales, en
las organizaciones supranacionales, en los despachos de los legisladores
y en los organismos de “gobernanza global”. Pero son
los mismos: los que siempre han sabido lo que Dios quería, lo que el
Estado quería y lo que nosotros debemos querer, pensar y hacer para
agradar a esa instancia superior que nunca hemos elegido y que nunca nos
consideró plenamente capaces de decidir sobre nuestro propio destino.
Acordaos de el Código de Hammurabi (siglo XVIII a.C.): “Para
que el fuerte no oprima al débil, para que a los huérfanos y a las
viudas se les haga justicia, he escrito mis preciosas palabras en mis
estelas.” Sí, todo está inventado.
O recordad el Maat egipcio, "el orden que debe ser preservado
por el faraón; sin él, todo se convierte en caos." Él no impone leyes
para proteger la voluntad individual sino para mantener el equilibrio
del mundo (maat).
De Graciano, Decretum Gratiani (c. 1140): "Lo que no es
lícito ante Dios, no es lícito ante los hombres" Hemos pasado a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), art. 6: "La ley es la expresión de la voluntad general."
Se reemplaza directamente la voluntad de Dios por la voluntad general como fuente suprema de legitimidad jurídica. Lo incuestionable deja de ser lo divino y pasa a ser lo estatal-nacional. Aparece formalmente por primera vez el concepto moderno de “orden público” como cláusula general restrictiva, inseparable de la moral dominante. El
paso definitivo: ya no hay un Dios, ni un emperador, ni siquiera un
juez moral, sino la “ley estatal” como nuevo soberano moralizador. Lo he escrito de varias formas a ver si se entiende bien.
Y como dijo Cristo, quien tenga oídos que oiga.
Yo me quedo mil veces con su mensaje y cada día le pido que me ayude a oir, a leer y a entender. Y fíjate qué ironía más profunda y dolorosa, otra de sus frases, “solo la verdad os hará libres” ha sido usada durante siglos por
las mismas estructuras que han ocultado sistemáticamente esa verdad. Los que han desfigurado, tergiversado y convertido la verdad en instrumento de
dominación también se han querido apropiar del mensaje de Cristo y sus enseñanzas.
Él no hablaba sobre obedecer estructuras humanas ni someterse a autoridades externas; hablaba de despertar,
de salir de la ceguera, de ver el mundo con claridad, incluso aunque
eso traiga dolor, y de que esa verdad —una vez comprendida— es lo único
que puede liberar realmente al alma.
Por eso cuando dijo “quien
tenga oídos para oír, que oiga”, creo que se refería a que no todos
quieren escuchar y, peor aún, muchos prefieren no oír aunque la verdad
esté gritando delante de ellos.
Y eso encaja perfectamente con lo que decíamos antes. El
“orden público” no es solo un mecanismo jurídico; es una barrera mental
que impide siquiera plantearse que todo el relato sobre el que se apoya
nuestra convivencia está cuidadosamente fabricado y diseñado para
mantenernos atontados y dormidos.
Los
nuevos sacerdotes del poder se encargan de que la gente no oiga y no vea. Su
función es administrar la ceguera colectiva mientras repiten lemas
sobre libertad, igualdad y derechos humanos como mantras que
tranquilizan pero que esconden el verdadero objetivo: la sumisión
absoluta del individuo bajo estructuras opacas que nunca podrá controlar
ni entender si no espabila.
O yendo un pasito más adelante, despertar en Cristo. Sin él
guiando nuestro corazón no se puede despertar realmente ni menos
entender la trampa en la nos movemos. Hasta ahora, con todo lo que he
estudiado y leído, solo Él me da el entendimiento de lo que es la Verdad
y la Libertad.
“El reino de Dios está dentro de vosotros” (Lucas 17:21).
No nos ofrece un nuevo código jurídico, ni una moral externa detallada. Su propuesta es la libertad interior radical, no sometida a ley humana ni al ritual religioso. Su mensaje es subversivo frente a cualquier poder terrenal o religioso organizado, antiguo o contemporáneo.
Cristo no proclama principios para que las élites los administren. Dice que no hace falta templo, ni escribas, ni intérpretes:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6).
Su mensaje es esencialmente
antijerárquico. Todos pueden acceder directamente a la verdad sin
expertos ni mediadores. Esto es anatema para cualquier estructura de poder que
necesite administradores del orden, ya sea el sacerdote egipcio, el
jurista romano, el papa, el tecnócrata, el obispo o el juez.
Por eso fue crucificado: no porque dijera ser Dios (en una cultura saturada de dioses), sino porque desactivaba los mecanismos de control social y religioso
que mantenían el statu quo del Templo, de Roma y de las clases
dominantes. El motivo real de su ejecución no es un asunto religioso,
sino político. Ponía en riesgo el orden público romano en Judea al hablar de un Reino donde César no era el señor.
Si el proceso histórico fue de la ley divina a la ley estatal y luego global, Cristo rompe ese ciclo porque no propone ley alguna que regularice desde fuera, sino un despertar interior,
incompatible con cualquier intento de reglamentar lo espiritual bajo
pretexto de “orden público” o “bien común”. Cristo no nos considera
incapaces, al contrario, nadie espera más de nosotros y de nuestras
capacidades que él.
Por eso, en este artículo, Cristo no aparece como un elemento más del escenario que estoy armando, sino como el punto de fuga que lo desbarata todo.
No se puede reglamentar desde fuera el acceso a la Verdad,
No se puede someter la libertad espiritual a las categorías jurídico-políticas de “orden”.
No se puede convertir a Cristo en símbolo estatal sin traicionarlo.
Mientras el concepto de orden público constituye el límite invisible y eficaz que asegura la dominación de las estructuras de poder sobre el individuo, Cristo
representa exactamente lo opuesto: la posibilidad de una libertad que
no pasa por ninguna estructura externa ni necesita intérpretes.
Traer Cristo a este análisis no es
una acción romántica ni piadosa. Es, en rigor histórico, radicalmente
acertada. La enseñanza de Cristo no fue absorbida por el sistema, al
contrario, fue neutralizada,
tergiversada y convertida en religión institucional precisamente porque
desactivaba todos los resortes de dominación.
Por
eso, invocar a Cristo en este contexto no es un refugio espiritual
blando sino recordar la única declaración de ruptura total que el ser
humano ha escuchado: “La Verdad os hará libres” y recordar que ningún orden público podrá nunca garantizar ni administrar esa verdad.
Termino
con un dato no menor. En los últimos 125 años casi cincuenta millones
de cristianos han sido asesinados en Nigeria, Siria, China, URSS y otros
lugares Es fácil encontrar información sobre ellos si se busca. Cristianos muy cercanos en su forma de vivir su fe a la de las primeras comunidades cristianas. Pregúntense porque esos asesinatos no son perseguidos ni se considera
que atentan contra el orden público. De hecho ni siquiera son noticia en
los principales medios. Ni se considera un genocidio.
Les dejo esta inquietud. La verdad es la verdad y brilla por sí misma cuando se rasca un poquito encima de la mugre con que lo han cubierto todo.
Isabel Salas