sábado, 21 de junio de 2025

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara. Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.

 



Esta mañana me desperté y encontré  un montón de noticias apocalípticas, como corresponde a los tiempos en que vivimos. Mientras unos calculan si los misiles que tienen pueden reventar construcciones subterráneas a más de doscientos metros de profundidad, otros miden en los mapas si el país donde viven sería seguro caso estallase  una guerra nuclear de todos contra todos. Por lo visto, los que más posibilidades tienen de resultar ilesos son los chilenos. Dios sabrá por qué. Lo que sí sabemos todos es que el Creador ama a Chile.

Pero lo que ha hecho levantar las dos medias cejas que me quedan es que dicen los noticieros que Irán —o mejor dicho, hackers simpáticamente vinculados a Irán— afirma haber accedido a cámaras de seguridad privadas en Israel. Y todos cuentan en seguida el mismo pseudo-chiste, "no es el inicio de una película distópica, aunque bien podría serlo". Según los informes que les han pasado las agencias de información oficiales, entre el 18 y el 21 de junio de 2025, mientras llovían misiles en Medio Oriente, alguien en Teherán podría haber estado viendo el salón de tu casa en Israel. Y sin metáforas. Literalmente.

Refael Franco, exsubdirector de ciberseguridad israelí y probablemente muy estresado, advirtió que los iraníes intentaron conectar cámaras domésticas para monitorear impactos de misiles en tiempo real, como quien mira el canal del clima, pero con explosiones. Y claro, no ayuda que muchas de esas cámaras domésticas sean fabricadas en China, el país que convirtió la videovigilancia en arte moderno y luego la exportó como quien regala cuchillos en una pelea. A lo mejor estas cámaras llegan al mundo con la inocencia de un huevo Kinder, solo que en lugar de un juguetito te viene un acceso remoto para terceros con intereses cuestionables en momentos "clave". Sería como comprar un espía decorativo que  graba, juzga y espera.

Y aquí es donde empieza lo jugoso, pues cuando me acuerdo de la mujer del César que no sólo debía ser buena sino parecerlo y de lo que aprendí en el libro (también chino) El arte de la guerra, me queda claro  que los persas, casualmente amigos y socios de los chinos,  no necesitan entrar en todas las cámaras. Tal vez en ninguna. Les basta con que la gente en Israel y en el resto del mundo crean que pueden hacerlo. Porque el miedo, en tiempos modernos, no necesita pruebas; solo buena distribución en redes sociales. Y en tiempos de guerra pues lo mismo.

En una guerra híbrida, como las que dicen los que entienden que estamos viviendo, la percepción tiene más poder que el misil. Decir que te observan puede desatar más paranoia que un ataque real de observación o de bombas. El mensaje iraní (si es que es cierto lo que cuentan los noticieros) no sería sutil: “Te golpeamos, y también sabemos qué cara pones mientras lo hacemos”. Es una combinación increíble de amenaza militar y episodio de Black Mirror.

Pero esperen, que hay un punto que hasta yo, una señora poco tecnológica, comprendo sin que me lo explique un jóven moderno. La vigilancia ya no necesita hackers. Las cámaras, los móviles, los router y hasta los despertadores, creo que todos traen la puerta abierta desde fábrica. O no se llaman puertas y se llaman portales o ventanas, pero de ninguna forma me parece que eso sea un error: obviamente es diseño. No es que te estén espiando; es que tú los invitaste. Vivimos en una sociedad donde -unos más que otros-nos hemos acostumbrado a retransmitir la vida. Hay gente que prefiere mostrar su dolor a vivirlo en silencio,  las lágrimas tienen filtros y los traumas, verdaderos o teatralizados,  son trending topics.

La intimidad se cambió por espectáculo. Cada cámara que se enciende, cada asistente de voz que “te escucha solo cuando lo llamas”, es un aplauso más para el gran circo del control. Y eso no es lo peor, lo que más asusta a gente como yo es que nos damos cuenta de que el verdadero sufrimiento ya no parece caber en este show. No queda espacio para él y además es incompartible, no es bonito, no monetiza y no tiene transición algorítmicamente linda en TikTok. Por cierto, chino también.

Y mientras el nuevo influencer de moda, osea el que circunstancialmente presume de más seguidores,  define el sentido común, te enseña a pedir perdón y cómo decir adiós a los traumas, algunos todavía se niegan a jugar. No poner una cámara en casa ya no es una decisión técnica ni te convierte en temerario, es una declaración existencial. Una resistencia contra la banalización, un acto casi punk de invisibilidad. Y me imagino que algunos vecinos israelitas y tal vez otros iraníes, hoy se felicitan de no haber caído en la tentación. Saben que pueden morir debido a los misiles que sus gobiernos están lanzando, pero saben que van a morir con un grado de dignidad y privacidad mayor.

En este teatro global, el único lugar donde aún eres dueño de tu intimidad es fuera de la tentación de convertir tu vida en un reality.

Isabel Salas


Si tienes ganas de seguir leyendo, tal vez te apetezca leer EL APOCALIPSIS FISCAL

Y si eres una mujer (o vives con una) mayor de 55 años tal vez te guste este artículo sobre EL SILENCIO HORMONAL 

domingo, 25 de mayo de 2025

FEMINISMS AND MOTHERS

Amid all these feminisms, which one dares to stand up for mothers?

 


Ever since someone officially used the word “feminism”—or since a woman dared to say “this isn’t fair” and was ignored, as usual—the world has been changing. Many women (in a few countries) have gained “rights,” access, and spaces. Indeed, in some countries, women can vote, have a bank account, study, and even divorce. We can—and I include myself—at least in certain parts of the world, live with minimal autonomy. But in this undeniable progress, many things have also been left behind.

Feminism is not, and has never been, a homogeneous block. Women who think—those who really think, not those who merely repeat slogans—cannot all agree. And that’s a healthy sign. But there are also silences that can no longer be disguised as strategy or respect for diversity. There are uncomfortable topics—forgotten, deliberately omitted. One of these is the figure of the mother.

Not the mother idealized by patriarchal culture, the one used as a pedestal for men to declare themselves exemplary sons, nor the other one through whom men have children. Not the martyr mother, sanctified through suffering and self-denial. I’m talking about the real mother. The one who raises children with or without a partner, with or without a job outside the home, with desire or even without having planned it. The one who makes mistakes and pays the price. The one who wears down her health. Who loves with visceral depth. The one who feels something switch on inside her when her baby looks up from her chest. The one who applauds every small achievement. Who takes mental snapshots as her children play. Who exchanges tips with other mothers on how to sleep better, rest a bit more, soothe a crying child, get rid of lice, or chase away fears. The one who looks in the mirror and no longer recognizes herself, because motherhood transforms the body, the mind, and an entire life. That mother who loves, who raises, who sees—and precisely because of that, disrupts every narrative. Because she doesn’t fit as an idol or as a victim. Because she has a body, a voice, and memory.

Because feminisms—in many of their dominant versions—have developed their narratives despite motherhood. Autonomy has been glorified; the bond has been silenced. In many feminist circles, being a mother is viewed as a problem, an obstacle, a regression. There’s a fight for the right to abort, but not for the right to give birth well. The right to choose not to have children is loudly defended, but those who choose to have them under less-than-ideal conditions are ignored. Care work still holds no economic or political value. Child-rearing doesn’t count, doesn’t promote, doesn’t bring prestige. Being a mother isn’t empowering enough—unless it’s stylishly packaged as a personal success story. It’s easier to celebrate the woman who breaks the glass ceiling than the one raising children alone, working two precarious jobs, and surviving without a support network.

In consumer feminism, empowerment is measured in products: designer strollers, mindfulness courses for babies, pastel-covered self-help books. If you can pay for validation, then your motherhood is valid. If not, you’re on your own. Public policies still treat childcare as a favor, not as a State obligation. Nurseries, parental leave, postpartum support—these are temporary patches, dependent on whichever government is in power. There are no guaranteed structures. And when a mother needs concrete help, the famous sisterhood dissolves into vague speeches, academic theory, and so-called empowerment workshops where the psychologist is paid with public funds, and the mother is treated like she’s mentally impaired—and sent home without so much as a diaper.

I repeat: poor, single, racialized mothers are treated as social cases, not political subjects. And this isn’t just serious—it’s gravely serious. Because when a judge, a social worker, or a psychologist decides that a house with leaks or an emotional crisis equals an “unfit environment,” machinery kicks in to rip children from their mothers—without a real trial, without defense, without compassion. Sometimes, poverty is the only crime. And institutional feminism—with exceptions—is conspicuously absent in those courtrooms. No panels, no campaigns, no trending topics. Why? Because it doesn’t look good. Because it doesn’t earn likes. Because defending a poor, screaming mother isn’t useful or sexy.

And then there are surrogate mothers. The dominant narrative says: “She does it voluntarily.” But no one explains why that “voluntary” choice almost always comes from necessity. Gestation becomes a service, and the baby a product delivered to adult desire. The woman who gestates isn’t a mother, they say, just a “vehicle.” And parts of feminism stay silent. Or worse—justify it. As if criticizing the commodification of women’s bodies were somehow conservative. As if saying “this hurts the baby” were backward. As if every choice were truly free just because a contract was signed. Since when is consent given under precarity considered liberating? And who cares about the baby who will wait weeks to hear its mother’s heartbeat again? Almost no one, apparently.

The mother is the one who gestates. If you don’t know, children do. They know who their mother is. They know the voice of the one who carried them in her womb.

The same happens with child mothers. In many countries, a girl can legally marry with her parents’ consent—which is to say, abuse is legalized. And when that girl becomes pregnant, her motherhood is not mentioned. She becomes a statistic. And global feminism, too busy avoiding the appearance of moral imperialism, stays silent to avoid “imposing Western values.” God forbid that denouncing pedophilia might be mistaken for colonial arrogance. Meanwhile, those girls give birth quietly and are left out of the narrative.

Obstetric violence is another issue ignored by those who criticize patriarchy but never the doctor—male or female—who plays God while shouting “Push!” like they’re hosting a reality show. Mothers of children with disabilities, chronic illnesses, or special needs live completely outside any agenda. They’re not included in mental health debates or in statistics on caregiving burdens. They don’t even have hashtags.

The myth of the superwoman—who does it all effortlessly—has done more damage than many declared enemies. You're expected to work as if you had no children and raise children as if you had no job. To be an entrepreneur. To meditate. To publish your experiences filtered and branded. But real motherhood doesn’t fit on Instagram. It doesn’t sell.

Legal, safe, and free abortion may be a necessary achievement for some women, but it cannot be the only conversation about motherhood. The message cannot be: “If you chose to have the child, now you're on your own.” Mothers cannot become an uncomfortable, almost illegal shadow in campaigns that prefer to speak of “pregnant people” rather than actual, birth-giving women—with bodies, needs, and stories. It can’t be that defending the right not to be a mother is progressive, while defending the right to be one—well, supported, and with dignity—is considered conservative.

This is not an attack on feminisms. It is a demand that they look further. Salon feminists need to take off their class, aesthetic, and academic glasses. They must understand that without mothers, there is no future. That we are not collateral damage of emancipation, nor the inevitable result of poor contraceptive planning. That we are not angels, nor monsters, nor martyrs. We are women. Political subjects. And we are tired of being left out of the conversation.

A feminism that cannot look at women who have given birth is not incomplete—it’s convenient. And convenience has never been revolutionary.

Isabel Salas

viernes, 23 de mayo de 2025

FEMINISMOS Y MADRES

Entre tantos feminismos, ¿Cuál es el que se ocupa de las madres?


 

Desde que alguien usó la palabra “feminismo” de forma oficial —o desde que una mujer se atrevió a decir “esto no es justo” y fue ignorada, como es habitual—, el mundo ha ido cambiando. Muchas mujeres (en unos cuantos países) han ganado "derechos", acceso y espacios. Es eso, en unos cuantos países, las mujeres pueden votar, tener una cuenta bancaria, estudiar y hasta divorciarse. Podemos —y me incluyo—, al menos en ciertos lugares del mundo, vivir con una mínima autonomía. Pero en ese avance indiscutible también se han dejado cosas atrás. El feminismo no es, ni ha sido nunca, un bloque homogéneo. Las mujeres que piensan —las que de verdad piensan, no las que repiten eslóganes— no pueden estar todas de acuerdo. Y eso es un síntoma de vida. Pero también hay silencios que ya no pueden seguir disfrazándose de estrategia o de respeto a la diversidad. Hay temas incómodos, olvidados, deliberadamente omitidos. Uno de ellos es la figura de la madre.

No la madre idealizada por la cultura patriarcal, la que sirve de pedestal para que los hombres se declaren hijos ejemplares o esa otra a través de la cual ellos tienen hijos. Tampoco la madre mártir, abnegada y santificada a fuerza de sufrimiento. Hablo de la madre real. La que cría con o sin pareja, con o sin trabajo fuera de casa, con deseo o incluso sin haberlo planeado. La que se equivoca y paga las consecuencias, la que gasta su salud, la que ama como se ama desde las entrañas. La que siente que se le enciende una lámpara cuando su hijo la mira desde el pecho. La que aplaude cada logro, por mínimo que sea. La que hace fotos con el alma mientras sus hijos juegan. La que intercambia fórmulas con otras madres para dormir mejor, descansar un poco más, calmar un llanto, matar piojos o espantar miedos. Esa que se busca en el espejo y ya no es la misma, porque la maternidad transforma la carne, la mente y la vida entera. Esa madre que ama, que cría, que ve y que, precisamente por eso, molesta a todos los discursos. Porque no encaja ni como ídolo ni como víctima. Porque tiene cuerpo, tiene voz y tiene memoria.

Porque los feminismos —en muchas de sus versiones dominantes— han desarrollado su relato a pesar de la maternidad. La autonomía ha sido glorificada, el vínculo ha sido silenciado. Ser madre es, en muchos círculos feministas, visto como un problema, un obstáculo, una regresión. Se lucha por poder abortar, pero no por poder parir bien. Se exige decidir no tener hijos, pero se ignora a quienes deciden tenerlos sin las condiciones ideales. El trabajo de cuidados sigue sin valor económico ni político. Criar no cotiza, no asciende, no da prestigio. Ser madre no es lo bastante empoderador, a menos que se haga con suficiente estilo para venderlo como éxito personal. Es más fácil celebrar a la mujer que rompe el techo de cristal que a la que cría sola con dos trabajos precarios y sin red de apoyo.

En el feminismo de consumo, el empoderamiento se mide en productos: carriolas de diseño, cursos de mindfulness para bebés, libros de autoayuda con portadas en tonos pastel. Si puedes pagar por la validación, entonces tu maternidad es válida. Si no, arréglatelas. Las políticas públicas siguen tratando el cuidado infantil como un favor, no como una obligación del Estado. Guarderías, licencias, apoyo posparto... son parches que dependen del gobierno de turno; no hay estructuras garantizadas. Y cuando una madre necesita ayuda concreta, la famosa sororidad se disuelve en discursos vagos, teoría académica y cursos de pretendido empoderamiento donde a la psicóloga correspondiente se le paga con fondos públicos, y a la madre la toman por retardada mental y la mandan a su casa sin un pañal de regalo siquiera.

Repito: las madres pobres, solas, racializadas, son vistas como casos sociales y no como sujetos políticos. Y esto no es grave, es gravísimo, porque cuando un juez, un asistente social o una psicóloga decide que una casa con goteras o una crisis emocional equivale a “ambiente inadecuado”, se activa una maquinaria que arranca niños de sus madres sin juicio real, sin defensa y sin compasión. A veces, el único delito es ser pobre. El feminismo institucional, salvo excepciones, brilla por su ausencia en esos juzgados. No hay paneles, no hay campañas, no hay trending topics. ¿Por qué? Porque no queda bien. Porque no suma likes. Porque defender a una madre pobre que grita no es útil ni sexy.

Y luego están los vientres de alquiler. El relato hegemónico dice: “Ella lo hace por voluntad propia”. Pero nadie explica por qué esa voluntad casi siempre nace de la necesidad. Se transforma la gestación en un servicio y al bebé en un producto entregado al deseo adulto. La mujer que gesta no es madre, dicen, solo “vehículo”. Y parte del feminismo calla. O peor, justifica. Como si criticar la mercantilización del cuerpo femenino fuera conservador. Como si decir “esto le duele al bebé” fuera retrógrado. Como si toda elección fuera libre solo porque alguien firmó un contrato. ¿Desde cuándo el consentimiento firmado bajo precariedad es emancipador? ¿Y quién se preocupa de ese hijo que estará semanas esperando escuchar el corazón de su madre? Parece que casi nadie.

La madre es quien gesta. Si tú no sabes, los niños sí. Ellos saben quién es su madre. Conocen la voz de quien los llevó en su vientre.

Lo mismo ocurre con las niñas madres. En muchos países se permite que una niña se case con el consentimiento de sus padres. Es decir, se legaliza el abuso. Y cuando esa niña queda embarazada, su maternidad no se menciona. Se convierte en estadística. Y el feminismo global, demasiado ocupado en no parecer imperialista, guarda silencio para no “imponer valores occidentales”. No vaya a ser que denunciar la pederastia se confunda con colonialismo moral. Mientras tanto, esas niñas paren en silencio y quedan fuera del relato.

La violencia obstétrica es otro punto que sigue siendo ignorado por los discursos que critican al patriarcado pero no al médico (hombre o mujer) con ego de dios que grita “¡puja!” como si estuviera dirigiendo un reality. Y las madres con hijos con discapacidad, o con enfermedades crónicas, o con necesidades especiales, viven fuera de toda agenda. Nadie las incluye en los debates sobre salud mental, ni en las estadísticas de carga de cuidados. No tienen hashtag.

El mito de la supermujer, esa que lo puede todo sin despeinarse, ha hecho más daño que muchos enemigos declarados. Se espera que trabajes como si no tuvieras hijos y que críes como si no tuvieras trabajo. Que emprendas. Que medites. Que publiques tu experiencia con filtro y branding. Pero la maternidad real no cabe en Instagram. No vende.

El aborto legal, seguro y gratuito puede ser considerado una conquista necesaria para algunas mujeres, pero no puede ser la única conversación sobre maternidad. No puede ser que el mensaje sea: “si decidiste tenerlo, ahora arréglate sola”. No puede ser que las mujeres madres se conviertan en una sombra incómoda, y casi ilegal, para campañas que prefieren hablar de “personas gestantes” y no de hembras paridas concretas, con cuerpos, necesidades e historias. No puede ser que defender el derecho a no ser madre sea progresista, pero defender el derecho a serlo bien, con apoyo y con dignidad, sea considerado conservador.

No se trata de atacar a los feminismos. Se trata de exigirles que miren más lejos. Que las feministas de salón se saquen las gafas de clase, de estética y de academia. Que entiendan que sin madres no hay futuro. Que no somos el daño colateral de la emancipación, ni la consecuencia inevitable de un mal cálculo anticonceptivo. Que no somos ángeles, ni monstruos, ni mártires. Somos mujeres. Sujetos políticos. Y estamos hartas de no estar invitadas a la conversación.

El feminismo que no sabe mirar a las mujeres que hemos parido no es incompleto: es cómodo. Y la comodidad nunca ha sido revolucionaria.


Isabel Salas



jueves, 15 de mayo de 2025

AGUSTÍN LAJE Y SUS TRAMPAS DISCURSIVAS

Cuando el discurso se disfraza de lógica, es la falacia la que manda.


Agustín Laje, politólogo argentino conocido por su estilo combativo y por su crítica persistente al progresismo cultural y político, ha construido una imagen de defensor de la lógica, la verdad biológica y el pensamiento racional frente a lo que él describe como el caos ideológico de la izquierda moderna. Y además, lo ha hecho muy bien. Sin duda es muy astuto e inteligente.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo en algunos asuntos, me he entretenido en diseccionar su discurso tratando de ser objetiva y respetuosa con el hombre aunque me he tomado la libertad de analizar al personaje.

Parte de su estrategia retórica consiste en denunciar —con frecuencia burlona— las supuestas falacias lógicas que cometen sus oponentes, presentándose a sí mismo como un adalid del pensamiento claro frente al “delirio ideológico” del feminismo, el transactivismo o el marxismo cultural. Sin embargo, tras una revisión atenta y rigurosa de su discurso se revela una paradoja interesante:  Laje utiliza de forma sistemática muchas de las mismas falacias que denuncia, combinándolas con tergiversaciones deliberadas y manipulaciones retóricas para reforzar su posición.

Analizar críticamente su discurso me ha ayudado a estudiar y a profundizar en mis propias posturas y ha sido además bastante divertido. Mi conclusión es que no se trata de errores ocasionales que Agustín comete ni de fallos esporádicos en medio de un debate encendido. Al contrario, se trata de una estrategia muy clara en donde las falacias no solo aparecen en la estructura argumentativa  sino que son los pilares de su discurso

 Lo mismo puede decirse de muchos otros divulgadores ideológicos —de derechas y de izquierdas— que construyen su credibilidad no sobre la solidez intelectual, sino sobre la eficacia persuasiva ante un público predispuesto que además prefiere explicaciones rápidas. Gente que quiere tomar partido mucho más que pensar por su cuenta. Deseosos de alinearse a un grupo con el que se puedan sentir arropados.

Uno de los vicios más recurrentes en su estilo es la falacia del hombre de paja, que consiste en distorsionar o simplificar en exceso el argumento contrario para atacarlo más fácilmente. Así, en vez de refutar lo que realmente sostienen las corrientes feministas, Laje suele presentar una versión caricaturesca: dice que el feminismo “odia a los hombres”, que quiere “la destrucción de la familia” o que “niega la biología al afirmar que un hombre puede ser mujer solo con decirlo”. 

Lo cierto es que dentro del feminismo hay posiciones profundamente divergentes: feministas transincluyentes que defienden el reconocimiento de las mujeres trans, y otras —como muchas del feminismo radical clásico— que rechazan esa idea por considerar que borra la realidad material del cuerpo femenino. También hay feministas a favor y en contra de la prostitución, de los vientres de alquiler o del aborto, y no desde una perspectiva religiosa, sino desde un análisis crítico del capitalismo y del patriarcado. 

Algunas autoras radicales —en el sentido original del término, ir a la raíz— cuestionan el aborto no porque lo consideren inmoral, sino porque entienden que muchas veces no es una elección libre, sino la consecuencia de un sistema que no apoya la maternidad ni protege la vida en condiciones dignas. Laje (intencional y estratégicamente) ignora todos estos matices y presenta al feminismo como un bloque monolítico y grotesco, que le sirve como enemigo perfecto para su narrativa. Por ejemplo, si una feminista afirma que “el patriarcado es un sistema social que históricamente ha favorecido a los hombres en muchos ámbitos”, Laje responde con: “Según ellas, todos los hombres somos unos opresores que queremos esclavizar a las mujeres. Es absurdo”. Así, no contesta al argumento real, sino a una versión deformada.

Otro de sus recursos habituales es la generalización apresurada. Laje toma ejemplos espectaculares de feministas extremas —marchas con pechos desnudos, pintadas en iglesias, performances provocadoras— y los presenta como si fueran el rostro auténtico y la “esencia” del feminismo contemporáneo. Además, comete perversamente un error semántico al usar el término “feminismo radical” como sinónimo de “feminismo violento o extremista”, cuando en realidad ese término se refiere (y él lo sabe) a una corriente teórica legítima, con décadas de desarrollo y debate interno que además coincide con él en algunos puntos.

Estrechamente vinculada con lo anterior, detectamos  cuando seguimos con el análisis de su discurso, otra falacia,   la de la falsa dicotomía. En su retórica, todo se plantea como un enfrentamiento binario: o estás con la biología, o estás con la ideología; o defiendes la verdad objetiva, o formas parte del delirio progre. Esta lógica excluye cualquier punto intermedio, niega los matices, y construye un marco mental donde todo se reduce a elegir entre dos bandos. Es una forma eficaz de movilizar emocionalmente al público, como él pretende y consigue, pero intelectualmente empobrecedora.

A esta simplificación se suma una de mis preferidas,  la falacia de la pendiente resbaladiza, que aparece constantemente en sus discursos. Aceptar una pequeña concesión en materia de lenguaje o identidad lleva, según él, a consecuencias extremas. Si permitimos el uso del lenguaje inclusivo, mañana no se podrá hablar libremente. Si aceptamos que alguien cambie su género en un documento, en poco tiempo no sabremos quién es quién y la verdad desaparecerá. Esta lógica, que recurre a escenarios distópicos sin base proporcional, se ve reforzada por otra técnica: la apelación al miedo. Laje insiste en que los derechos trans, las reformas educativas con perspectiva de género o las leyes de identidad sexual no son solo políticas con las que se puede discrepar, sino amenazas existenciales a la civilización occidental. Se genera así un clima emocional donde cualquier medida de inclusión es vista como un paso hacia el colapso moral, político o incluso biológico de la sociedad, lo cual obviamente no es verdad.

No faltan tampoco los ataques encubiertos al adversario, bajo la forma de ad hominem disimulado. En esto es un maestro, no insulta directamente, pero descalifica cualquier postura contraria tachándola de “ingeniería social”, “manipulación ideológica” o “experimento cultural”. Al mismo tiempo, se presenta a sí mismo como una especie de mártir del pensamiento libre, perseguido por el sistema y censurado por decir la verdad, lo cual le permite neutralizar cualquier crítica racional: si lo critican, es porque lo quieren silenciar. Tengo que reconocer que esta parte es la que más gracia me hace. En Argentina se usa una expresión muy coloquial que me encanta, cuando alguien se queja sin razón o se hace la víctima estratégicamente se le dice que se vaya a "llorar al campito". Laje no solo no se va a llorar al campito sino que llorisquea artística y magistralmente en sus debates. Tiene su lado actor, sin duda.

En su discurso también aparece con frecuencia la falacia de autoridad, especialmente al citar pensadores como Aristóteles, Tomás de Aquino o Chesterton, como si su sola mención resolviera debates modernos sobre biología, género o derecho. Estas referencias, válidas en un contexto filosófico, se usan muchas veces de forma mecánica, como si representaran verdades eternas e inapelables. Precisamente Aquino es un personaje al que también estoy estudiando con mucho interés, ya os contaré.

Otros vicios argumentativos incluyen la petición de principio (“la ideología de género es falsa porque no se basa en la verdad”, cuando esa “verdad” ya está definida desde su propio marco ideológico), la apelación al sentido común (“es evidente que los sexos son dos, lo dice la naturaleza”, obviando las discusiones científicas y médicas reales), y la reducción al absurdo mal aplicada (“si un hombre puede decir que es mujer, entonces mañana uno podrá decir que es un perro”), que convierte el debate sobre derechos y reconocimiento en una broma sin fundamento.

A estas falacias se suman estrategias retóricas que refuerzan su efecto. Una de ellas es la redefinición interesada de términos clave. Palabras como “género”, “igualdad”, “patriarcado” o “diversidad” son vaciadas de su contenido académico y vueltas a llenar con significados ridículos o alarmantes, lo que facilita su rechazo. También recurre al cherry picking, seleccionando casos marginales o estudios excepcionales que respaldan su tesis, mientras ignora el consenso más amplio. Asimismo, construye enemigos abstractos y monolíticos: “la izquierda”, “el marxismo cultural”, “la agenda 2030” aparecen como si fueran bloques perfectamente coordinados, sin diferencias internas, sin matices, sin voces críticas dentro de sus propias filas.

Otra táctica efectiva es la victimización discursiva. Como dijimos antes, Laje se presenta como alguien que “solo está diciendo la verdad” pero que es atacado, cancelado o censurado por un sistema corrupto y cobarde. Esto genera simpatía en su audiencia, que lo ve como un luchador solitario contra una maquinaria ideológica aplastante. Finalmente, emplea tecnicismos filosóficos o jurídicos que a menudo no son necesarios en el contexto del debate, pero que le permiten dar una apariencia de profundidad o autoridad, aunque no aporten claridad.

En resumen, Agustín Laje domina las formas del debate público y utiliza una retórica muy eficaz para movilizar emocionalmente a su audiencia. Sin embargo, su discurso se apoya en múltiples falacias lógicas, tergiversaciones deliberadas y simplificaciones que impiden un análisis serio y riguroso de los temas que aborda. La aparente solidez de sus argumentos se deshace cuando se examinan con atención. Lo que queda es un ejercicio de propaganda ideológica revestido de erudición, que dice combatir la manipulación cultural pero que recurre a las mismas armas para imponer su visión.

Queda sólo una incógnita que desde fuera es imposible despejar: me gustaría saber cual es el verdadero objetivo de Laje ¿Poder? ¿Atención? ¿Un club de lectura solo para hombres con corbata y rifles? Nadie lo sabe. Tal vez ni él. A lo mejor está atrapado en su propio personaje. Quizás empezó jugando al polemista y ahora está encerrado en el traje del “defensor de la civilización”. Si se sacase el disfraz, su público tal vez lo abandonaría. Así que sigue ladrando y levantando polvo.

Sin duda un hombre interesante con el que debe ser muy divertido compartir un café. Como cordobés que es, lo imagino muy diferente al avatar que nos presenta públicamente, pues sus coterráneos suelen ser encantadores.

 

Isabel Salas 

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De sobra está decirlo pero aclaremos que este texto es un ejercicio de crítica pública orientado al análisis discursivo. No pretende descalificar al sr. Laje como persona, sino examinar los recursos retóricos y argumentativos de su figura pública desde una perspectiva razonada y respetuosa.


viernes, 2 de mayo de 2025

EVE AND THE BLAME

It’s always convenient to have a scapegoat within reach.

Guilt, ever since Eve offered Adam the apple, always finds its way to women. And if the woman is a mother, even better. Guilt fits her like Cinderella’s slipper. It doesn’t matter what the crime, the dysfunction, or the deficiency is: if there’s a sexist son, a submissive daughter, a bully, a psychopath, or an unequal society, someone will point to the womb it all came from. Because if patriarchy excels at anything—and it excels at a lot—it’s turning victims into suspects. And no figure is easier to blame than the mother.

The mother who buys miniskirts that get her daughter raped for wearing something “so provocative,” which apparently leaves certain men—raised like animals by their own mothers, of course—utterly helpless in the face of temptation. Men who simply had to rape the woman who didn’t know how to dress herself in a less "rapeable" way.

There’s an old trap that gets triggered every time we try to understand the behavior of a violent, misogynistic, or sexist man: the blame doesn’t go to his freedom, or to his adult responsibility. It goes straight to his upbringing. And from there, thanks to a well-oiled cultural shortcut, it lands on his mother. Not on the father (absent or not), not on society, not on the power structures that raised him to believe he owns the world. No—straight to the mother’s jugular. Because apparently, giving birth makes you the screenwriter, director, and moral guarantor of your children’s entire life.

But what if that mother was also the product of a patriarchal environment? What if she too was raised to obey, to stay quiet, to please, and to educate her children according to patriarchal norms? What if the mother functioned—like many women and men—as a well-oiled cog in a machine she didn’t build? What kind of justice—social or legal—is it that blames the oppressed for failing to revolt while raising kids, washing dishes, suffering abuse, or simply trying to survive?

No one dares to blame the system, the Minister of the Interior, the economic model, the Church, UNESCO, the media, the UN, the pop culture heroes, or the sleazy singers spitting vulgar lyrics with their mouths full of jam. No. They point the finger at the mother and expect her to have been a lone revolutionary in her 60-square-meter apartment, raising sons and daughters completely outside the violent structures of patriarchy—as if she hadn’t been as domesticated as the children she raised.

Yes, millions of mothers reproduce sexism. Absolutely. Just like fathers, schools, Netflix, priests, politicians, and sweet old grandmothers. Patriarchy doesn’t care about gender when it comes to spreading its code. It uses whoever is available. And mothers are often its most loyal agents—because they are the most disciplined, the most controlled, the most domesticated. Obedience was their mother tongue.

And yet, when a woman manages to break free from that script, when she dares to raise her children differently, to question the rules, to offer an alternative view of the world—rarely is she recognized. Rarely is she applauded. Because motherhood demands everything and rewards almost nothing.

In case you hadn’t noticed, blaming mothers for raising sexist sons is just another form of sexism. It’s patriarchy repackaged as progressive criticism. It’s still blaming women for the world’s failures—even when those failures crush them, especially them. Mothers. The same ones who spend years enduring beatings and other forms of abuse because their abuser threatens to take their children away if they speak up or try to escape.

And those men are right to threaten—because many women do lose their children when they report abuse. That’s one of the system’s most perverse details. Women, in custody battles or while seeking protection, fall into the same trap. And to make things worse, when they arrive in court and see that the judge is a woman, they sometimes breathe a little easier. They hope someone will finally understand the danger they’re in, that someone will listen with compassion to their story of violence. But instead, the opposite often happens: the female judge is even harsher, even more patriarchal, even more blind to harm than her male counterparts. They come down even harder. And mothers quickly learn that wearing a skirt under the robe is no guarantee of justice.

Because male or female, anyone who works for the system works to uphold it. And this system we live in is still patriarchal, obviously, because of the mothers of female judges… among others. Make no mistake.

Of course, personal responsibility exists—or at least it should. And yes, collective change would be great. But neither of those things is going to happen if we keep sending patriarchy’s invoice to the same damn mailbox every time.

Stop blaming the mother. And start, for once, looking at the rest of the picture.

And remember the saying: “A heavy burden is easier to carry when there are many hands.” Well—this particular corpse is long overdue for a proper burial. Let’s see if we can all help dig the grave.

Isabel Salas

jueves, 1 de mayo de 2025

EVA Y LA CULPA

Siempre es cómodo tener un chivo expiatorio al alcance.

 

La culpa, desde que Eva  le ofreció la manzana a Adán, siempre encuentra a la mujer, y si la mujer es madre, mejor. Siempre le encajará la culpa como el zapato de baile a Cenicienta. No importa cuál sea el crimen, el desajuste o la carencia: si hay un hijo machista, una hija sometida, un psicópata, un niño haciendo bulling o una sociedad desigual, alguien señalará el vientre del que salió todo. Porque si el patriarcado tiene un talento sobresaliente, entre sus tantas habilidades, es el de convertir a sus víctimas en sospechosas. Y no hay figura más fácil de culpar que la madre. Esa madre que compra minifaldas con que violan a su hija por usar esa prenda tan provocativa, obligando así a que  unos hombres, criados como animales por sus respectivas madres, no puedan resistir la tentación y tengan que violar a la mujer que no supo vestirse mejor, menos violable.

Hay una trampa antigua que se activa cada vez que se analiza el comportamiento de un hombre violento, misógino o machista: la culpa no va a su libertad ni a su responsabilidad como adulto funcional. Va directo a su crianza. Y de ahí, por un atajo cultural muy eficiente, a su madre. No al padre (ausente o no) ni al contexto social, ni a la estructura de poder que lo educó como heredero del mundo. No. A la yugular de la madre. Porque, al parecer, parir te convierte también en guionista, directora y responsable moral de la trayectoria vital completa de tus hijos.

¿Y si señalamos que esa madre, a su vez,  es fruto de un entorno  machista? ¿Y si ella también fue criada dentro de un sistema que leña enseñó a obedecer, a callar, a complacer y a educar dentro de los patrones patriarcales? ¿Y si la madre funcionó, al igual que muchas mujeres y hombres, como una pieza bien engrasada de una maquinaria que no construyó? ¿Qué clase de justicia, social y penal, es esa que culpa a una oprimida por no rebelarse contra todo mientras criaba hijos, lavaba platos, sufría violencia o simplemente intentaba sobrevivir?

Nadie se atreve a culpar al sistema, al ministro de Interior, al modelo económico, a la Iglesia, a la UNESCO, a los medios de comunicación, a la ONU,  a los héroes de la cultura popular o a los cantantes babosos que pronuncian letras soeces con la boca llena de mermelada. No. Se señala a la madre y se espera de ella que haya sido una revolucionaria solitaria en su casa de 60 metros cuadrados, criando hijas e hijos fuera de las estructuras violentas del patriarcado  como si ella no hubiera estado tan domesticada como los niños a quienes criaba.

Hay millones de madres que reproducen el machismo, claro que sí. Igual que padres, escuelas, series de televisión, políticos, sacerdotes y abuelas. El patriarcado no distingue género cuando se trata de replicar su código. Utiliza a quien tenga disponible. Y muchas veces las madres son su instrumento más fiel porque son las más disciplinadas, las más controladas, las más domesticadas. La obediencia fue su lengua materna.

Y sin embargo, cuando una mujer logra romper con eso, cuando se atreve a criar de otro modo, a cuestionar los mandatos, a ofrecer a sus hijas e hijos una mirada distinta, rara vez se reconoce. Rara vez se aplaude. Porque a la madre se le exige todo, pero se le concede poco.

Por si no te has dado cuenta, culpar a la madre por los machistas es otra forma de machismo. Es patriarcado reciclado en forma de crítica progresista. Es seguir culpando a las mujeres por los errores del mundo, incluso cuando esos errores las aplastan también a ellas. Principalmente a ellas. A las madres. Esas que se quedan años y años aguantando golpes y otros malos tratos porque son amenazadas, por sus propios verdugos, con dejar de ver a sus hijos si abren la boca y cuentan el infierno en el que viven o los denuncian.

Y hacen bien, porque muchas los pierden cuando denuncian  y esto es uno de los matices más perversos del sistema. Las propias mujeres, en procesos judiciales de custodia o cuando piden protección, caen en esa trampa. Y para rizar el rizo, a veces, cuando llegan al juzgado pidiendo protección para ellas y sus hijos y constatan que la jueza es mujer, se sorprenden con otra vuelta de tuerca. Creen que, al fin, alguien comprenderá el riesgo real en el que están, que alguien escuchará el relato de violencia con la debida sensibilidad. Pero sucede lo contrario: la jueza resulta aún más dura, más patriarcal, más ciega al daño, que muchos jueces. Se ensañan más si cabe y las madres aprenden que llevar falda debajo de la toga no garantiza justicia. Porque macho o hembra, quien trabaja para el sistema, trabaja para perpetuarlo. Y este sistema en el que vivimos sigue siendo patriarcal por culpa (evidentemente) de las madres de las juezas entre otras. No lo duden. 

Sin embargo, no olvidemos que la responsabilidad individual existe, o debería existir. Y el cambio colectivo también estaría muy bien. Pero ni una sola de esas cosas va a suceder si seguimos dejando la factura del patriarcado siempre en el mismo buzón. Dejen de culpar a la madre y  empiecen, de una vez, a mirar el resto del cuadro.

Y recuerden el dicho, "un muerto se lleva mejor entre varios" y este muerto ya está necesitando una tumbita. A ver si entre todos lo podemos enterrar.

 

Isabel Salas


miércoles, 30 de abril de 2025

LA TRAMPA DE LA FAMILIA

La familia, más allá del mito afectivo, ha sido históricamente una estructura jerárquica funcional al poder.

 

 

La afirmación repetida hasta el hartazgo —“la familia es la base de la sociedad”— más que una verdad, es un dogma funcional al orden establecido. La hemos escuchado en todos los contextos y situaciones posibles, pero lo que nunca se explica abiertamente es: ¿qué tipo de familia?, ¿con qué función?, ¿en beneficio de quién? Y no me refiero sólo a si es heterosexual o no, monoparental o no. Mi reflexión va mucho más allá.

La familia patriarcal tradicional —mononuclear, heterosexual, jerárquica, con división rígida de roles y autoridad centralizada en el padre— no parece haber sido diseñada como refugio afectivo, creado espontáneamente a partir de sentimientos y necesidades humanas, sino como unidad de control social, reproducción ideológica y administración económica. Y esto no es algo que se me ocurrió esta mañana mientras lavaba la taza del desayuno. Es una idea que vengo pensando desde hace años.

No es un accidente que el Derecho Civil en particular, y el patriarcado en general, hayan tratado siempre a la familia como una institución regulada al milímetro. La razón de esa  aparente protección es muy sencilla: es una célula del Estado, no de la sociedad. Combatirla, o criticarla, como estoy haciendo,  no implica en modo alguno abogar por destruir los lazos afectivos o desear la disolución de los vínculos naturales entre personas que se aman, se cuidan, se desean o se necesitan. Implica cuestionar una estructura vertical, coercitiva y reproductora de dominación. Es enfrentarse a un modelo que ha naturalizado la obediencia a la autoridad por el mero hecho del parentesco, que ha servido para imponer roles de género, dividir tareas y perpetuar el dominio masculino primero, y el de “papá Estado” después. Si el primero es cuestionable, el segundo es detestable y temible.

La familia ha justificado la propiedad de los hijos por parte del Estado o del padre, según convenga. Ha operado como agente de vigilancia interna, educando en la docilidad hacia el poder externo. Decir que hay que “cuidar a la familia” suele ser el disfraz del mandato de mantener las cosas como están. Pero si esa familia es una estructura asimétrica de poder que produce sumisión, miedo, violencia y control, ¿realmente hay que cuidarla? ¿O más bien desmontarla pieza a pieza para dejar espacio a otra forma de convivencia más libre y horizontal?

No encuentro valor en preservar lo que sólo sobrevive por la costumbre o el miedo. Lo que no resiste la crítica, no merece  tanto respeto y eso debe sonar rarísimo en estos tiempos en que tantos defienden que "todas" las opiniones hay que respetarlas. Si hay que combatir la familia patriarcal por un lado y el patriarcado por el suyo...y hacerlo en serio, no es por capricho ideológico, sino porque su permanencia sigue siendo un obstáculo estructural para la libertad real de muchas personas,  tradicionalmente los niños, las niñas y sus madres y hoy ante un estado cada día más fuerte, también los hombres están conociendo el lado oscuro de su fuerza.

Por si no se han fijado, la palabra familia proviene del latín famulus, que significa sirviente o esclavo doméstico. En la Roma antigua, la familia no aludía al conjunto afectivo de padres e hijos, sino al conjunto de personas y bienes bajo la autoridad del pater familias, incluyendo esclavos, esposas e hijos. Era una estructura de dominio patriarcal absoluto, donde la vida y la muerte de sus miembros quedaban al arbitrio del jefe de familia.

Desde ese origen queda claro que la “familia” fue concebida como una unidad de producción, control y obediencia, no como un espacio de libertad o autonomía. Es decir, no ha sido el Estado moderno quien la convirtió en cárcel, sino que el modelo ya nació como jaula social. Lo que ha cambiado es quién tiene la llave: antes el patriarca, hoy el Estado.

Lo que se presenta hoy como “protección estatal de la infancia”, de las mujeres o de los ancianos, es la sustitución de una autoridad por otra, pero el principio jerárquico y controlador permanece intacto. La diferencia es que hoy se reviste de legalismo, psicologismo y retórica de derechos. La historia de las instituciones que nos rigen no es romántica ni neutral, y cuando se revisan sus raíces se desmorona el mito moderno de la “familia protectora” y del “Estado benevolente”. Ambos han sido, con diferentes formas y discursos, estructuras de domesticación del individuo.

La raíz fam- del latín no solo la encontramos en “familia”. Se vincula a un conjunto de palabras que comparten el mismo núcleo de significado relacionado con la servidumbre, la subordinación y la pertenencia al grupo doméstico bajo la autoridad del patriarca.

Famulus significa sirviente, esclavo doméstico. En Roma, el famulus era parte de la casa, pero sin libertad propia. Familiaris originalmente aludía a lo perteneciente a la casa o al servicio doméstico. Más tarde pasó a significar "íntimo" o "de confianza", porque los esclavos que vivían en la casa eran conocidos y “de confianza” del señor. El uso moderno de “familiar” es un eufemismo cultural posterior. Famulatus es el sustantivo latino que se refiere al estado de servidumbre. Famiglia (italiano), famille (francés) o family (inglés) proceden todas del mismo origen.

Aunque el sentido moderno enfatiza los lazos afectivos, la raíz semántica conserva su carga de propiedad y estructura jerárquica. La palabra fámulo (arcaísmo en español) se usaba para referirse a un criado o sirviente. Aunque está en desuso, es la forma más directa en castellano que conserva el significado original.

La palabra familiaridad, aunque hoy se asocie a confianza o trato cercano, también conserva la misma raíz: venía del entorno del dominus y sus famuli. Es decir, la “familiaridad” era el permiso que daba el amo para cruzar ciertas barreras jerárquicas dentro del entorno doméstico. Como puede verse, el núcleo común es el mismo: relación jerárquica, servicio, pertenencia o control, incluso en términos que hoy suenan cálidos o positivos. El lenguaje conserva huellas claras del orden de dominación sobre el que se construyeron nuestras instituciones sociales.

Famélico también tiene una conexión cercana. Proviene del latín famelicus, que a su vez deriva de fames (hambre). Aunque no proceda directamente de famulus, comparte la carga semántica: el famélico era casi el estado natural del sirviente o esclavo doméstico. Sin propiedad, sin autonomía, dependiendo del amo hasta para comer.

En definitiva: famélico, famulus, familia… todas orbitan alrededor de una realidad material de control, necesidad y dependencia. No son solo palabras: son reflejos lingüísticos de una organización social basada en la sumisión estructural.

El lenguaje, si se le mira de cerca, no perdona.
A lo mejor lo carga el  mismo diablo que fundó el Juzgado de familia.

Isabel Salas

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...