domingo, 10 de agosto de 2025

NI MUJER NI MINIFALDA

No hay violencia justa, ni violencia con buena excusa. El violento no necesita razones: necesita frenos. Y si no los tiene, da igual que la víctima sea mujer, niño, perro o espejo.

 


Cuando se dice que un violador atacó a una mujer porque llevaba minifalda, el discurso feminista reacciona —y con razón— diciendo que eso es una barbaridad. Que una prenda no puede ser considerada causa de una agresión sexual. Que culpar a la víctima por lo que vestía es tan absurdo como culpar a una casa por haber sido robada. Nadie provoca que la violen. El violador viola porque es un violador. Punto.

Yo siempre pienso en ejemplos que ilustren mis argumentos, y uno bastante bueno es imaginar un farmacéutico que fue asaltado. Al juez no se le ocurre preguntarle qué llevaba puesto el día que entraron los dos asaltantes a robarle. Pues eso: que la ropa de la víctima no puede ser el detonante de un crimen.

Lo malo es que la justicia patriarcal entiende el robo como algo claramente punible, pero al gato de la violación siempre le buscan los tres pies: que si qué hora era, que si estaba sola, que si estaba borracha o qué ropa llevaba. Y volvemos a lo mismo: un farmacéutico borracho y solo puede ser robado tres veces al mes, y nadie preguntará esos detalles.

Volviendo a la minifalda de la violada, las mismas voces feministas que descartan la minifalda como causa afirman sin dudar que una mujer asesinada lo fue “por ser mujer”. Ahí ya no molesta el determinismo. Ahí se abraza. ¿Por qué? Porque es útil. Porque permite crear la figura del femicidio. Y el femicidio agrava las penas. Porque da poder simbólico y jurídico a una causa legítima.

Comprendo que sea útil, y hasta un consuelo, pero no es coherente.

O bien creemos que las víctimas no provocan la violencia que reciben, o aceptamos que su condición forma parte de la causa del crimen. Las dos cosas no se pueden sostener a la vez.

Afirmar que alguien fue violada “porque llevaba minifalda” es lo mismo —en términos lógicos— que decir que alguien fue asesinada “porque era mujer”. En ambos casos, el rasgo de la víctima se convierte en detonante. Y en ambos casos se borra la responsabilidad del agresor como único y verdadero origen del acto.

La única mujer que muere por ser mujer es la víctima de un tipo o una manada que salen ese día de su casa con la intención de encontrar a una mujer, torturarla, violarla y asesinarla. Cualquier mujer les sirve, y esa pobre mujer que es arrastrada desde un coche o seguida cuando sale del trabajo realmente muere por ser mujer. Alguien salió a matar a una mujer, y ella se cruzó con el asesino. Efectivamente, muere por ser mujer.

Sin embargo, cuando se usa a una víctima como símbolo de una causa (por ejemplo, el feminicidio como bandera de lucha), se tiende a borrar la singularidad del hecho y del victimario. Se invierte la carga causal: lo que importa no es el asesino ni sus motivos, sino lo que ella representaba. Se borra al victimario como agente moral, porque la narrativa exige que la víctima sea símbolo, no sujeto de una historia concreta

Por otro lado, hay mujeres que conviven durante varios años con violentos. Y son mujeres todos los días de esa convivencia. Todos. Sin embargo, no todos los días se llega a la violencia física, y ni siquiera a la verbal. Pueden suceder varios episodios de golpes en el transcurso de esos años, pero nunca suceden por ser mujer. Lo afirmo con convicción: las mujeres somos mujeres todos los días.

La violencia llega cuando algo altera al violento: una comida mal hecha, un ruido de niños, una mirada que no le gusta, un partido que pierde su equipo. Los insultos llueven muchos días, sí. Pero también hay días en que nada de esto pasa. Porque el insulto, como el golpe, no brota de la condición de mujer de la compañera, sino de su propia incapacidad para contenerse. No necesita una razón. Solo necesitaba la falta de frenos.

Hay hombres que matan a sus hijos. Y se dice que lo hacen “para hacer sufrir a la madre”. Que la violencia no va contra el niño, sino contra ella. Es un argumento que, aunque pueda parecer bienintencionado, es cruel. Porque convierte al niño en instrumento. Y los niños no son martillos.

Instrumentalizar a un niño golpeado o asesinado borra su sufrimiento en cierto modo, y eso no es justo. Lo reduce a una herramienta para causar daño a otro. Y además —y sobre todo— me causa rechazo porque absuelve parcialmente al asesino: le da un móvil. Le da un “por qué”. Y eso, en términos legales, puede ser útil, pero en términos éticos es inaceptable.

Yo no creo que un hombre asesine a su hijo, principalmente, para castigar a su ex. Creo que hay hombres que son asesinos en potencia, y que cuando su equilibrio se rompe, descargan su furia donde pueden. A veces es en la madre. Si ya no puede, porque se han separado, puede ser en el niño. A veces, durante la convivencia, esposa e hijos son golpeados por igual. Pero no hay una lógica. Hay una implosión. No hay una estrategia. Hay un descontrol. Una falta de frenos internos. Y el niño muere no porque sea útil como mensajero, sino porque estaba ahí. Y no puede huir.

Tal vez todos, en algún momento, hemos deseado la muerte de alguien. Una profesora cruel. Un juez injusto. Un padre ausente. Muchos hemos fantaseado con cómo sería este mundo sin esa persona. Es normal. Es humano. Lo que no es normal es actuar sobre esa fantasía. Cruzar la línea. Convertir el deseo en acción.

Yo, por ejemplo —lo confieso— he sentido deseos de ver muerto a más de uno. Claros y  nítidos deseos. Pero no di ni un paso para matar a nadie. Porque tengo conciencia. Porque no quiero ir a la cárcel. Porque tengo dos hijas. Porque nunca tuve una buena coartada, tal vez.

Porque sé que, si cruzo esa línea, ya no hay vuelta. Y eso es lo que marca la diferencia: el freno interno. El mecanismo que impide que la pulsión se convierta en hecho. Ese freno moral que nos impide ser adúlteros o tontear con el marido de la amiga. Frenos que tenemos… o no.

El freno del asesinato hay quienes no lo tienen, y quienes lo tienen atrofiado. Hay quienes lo sueltan cuando creen que nadie los va a ver. Y eso no tiene nada que ver con la víctima. Tiene que ver con ellos. Con su estructura interna. Con su límite ético —o su ausencia.

El discurso feminista, por tanto, tiene que elegir: estrategia o coherencia. Aquí hay un punto delicado. El feminismo jurídico ha impulsado la figura del femicidio como forma de visibilizar la violencia estructural contra las mujeres. Y lo ha hecho con argumentos válidos. Pero al hacerlo, ha incurrido en una contradicción peligrosa: ha convertido a la mujer asesinada en un símbolo, en una bandera, en una prueba de un sistema que mata por género —aunque yo hubiera usado la palabra sexo. Y al final se ha aceptado que la causa del crimen sea su sexo. La mataron por ser mujer.

Eso es útil políticamente, sin duda. Pero no es coherente. Porque convierte a la víctima en causa. Y eso es lo que decimos que no se debe hacer. No se puede decir que una mujer fue asesinada por ser mujer, y al mismo tiempo decir que su ropa, su actitud o su decisión de caminar sola por la noche no tienen nada que ver con el crimen que sufrió. O todo tiene que ver, o nada tiene que ver. Pero no podemos ir y venir según nos convenga jurídicamente.

La violencia no es selectiva. En general, no elige víctimas por su sexo, su edad, su nacionalidad o su color. Aunque haya asesinos que salgan de su casa con la idea de matar a un anciano, o a un niño, o a una mujer, son casos excepcionales. El violento común, el que ejerce la violencia con su entorno —padres, hijos o esposa— no discrimina. Ataca cuando deja de pisar el freno. Cuando explota.

Este texto no busca minimizar la violencia contra las mujeres. Todo lo contrario. Busca devolverla a su lugar real: el corazón del violento. No está en la minifalda ni en la custodia. No está en el sexo de la víctima.

En muchos discursos institucionales actuales, el agresor es presentado no como un individuo con voluntad, sino como producto del patriarcado. Nos dicen que “el agresor es un resultado del machismo estructural”. Esta idea diluye la responsabilidad individual, porque convierte al violento en un engranaje más de un sistema. Es como si no pudiera evitar lo que hizo, porque la cultura lo programó así.

También encontramos algunos enfoques sociológicos extremos que entienden el crimen como consecuencia inevitable de un contexto socioeconómico, educativo o familiar. Esto exime al sujeto de responder éticamente por sus actos. Lo convierte en víctima de su pasado o de su entorno. El castigo se vuelve injusto o inútil desde esa perspectiva, y se pide “reeducación” en lugar de responsabilidad.

Obviamente, de ahí vienen las políticas públicas orientadas a “desprogramar al macho”, como si todos los varones fueran agresores en potencia. Y el montón de chiringuitos de psicólogos lánguides, tratando de “educar violentos” y cobrando su sueldecito. Por cierto, un saludo a toda esa industria presuntamente terapéutica que se presenta como aliada de la víctima mientras vive del problema sin resolverlo nunca.

¿Alguien tiene las encuestas de cuántos violentos deconstruidos siguen partiendo bocas después de conseguir su diploma de control de ira?

La violencia no siempre tiene un porqué. A veces, simplemente es. Y eso es lo más difícil de aceptar. Porque no se puede prevenir, ni legislar, ni encuadrar del todo. Porque exige una mirada mucho más profunda, y mucho menos cómoda.

 

Isabel Salas 

viernes, 1 de agosto de 2025

LA HEMBRA HUMANA Y EL "(NO)DERECHO" DE DEFENDER A SU CRÍA

No es solo que a la madre se le niegue el derecho de proteger a su cría. Es que cuando lo ejerce, la castigan. El instinto materno no solo se deslegitima: se penaliza convertido en diagnóstico, en amenaza y en prueba en contra.

 


En la selva, nadie interroga a la leona. No hay formulario, ni audiencia, ni técnico que se atreva a decirle cómo ser madre. En la selva, si alguien se atreve a tocar a su cría, hay sangre. No intervención ni mediación. Sangre.

En el mundo animal, la madre es intocable. Sea gata, perra, rata o gallina, todos saben que hay un riesgo en quitarle las crías.  No hay juez, fiscal ni asistente social que se atreva a decirles cómo deben criar. Nadie osa dictar si la loba está capacitada para proteger a sus cachorros o si el instinto de la elefanta se encuentra afectado por un “trastorno vincular”. En el mundo real, si una cría es arrancada de los brazos, garras o pechos de su madre, hay pelea. Hay gritos. Hay huidas y hasta muerte. Y es natural. Porque lo antinatural es arrancar a una cría de su madre. Lo anormal es que una sociedad justifique ese acto. Lo inhumano es que una hembra humana no pueda rugir.

La hembra humana es la única mamífera a la que se le exige templanza cuando le arrebatan a su hijo. La única a la que se le prohíbe llorar en exceso, gritar demasiado, desesperarse. Porque si lo hace, la etiquetan. Se vuelve sospechosa. La patologizan. La examinan. Le buscan un nombre clínico que justifique lo injustificable. Histeria. Trastorno narcisista. Desorden afectivo. Alienadora. Inmadura. Inestable. Madre peligrosa...obstructora del vínculo etc ¿Por qué? Porque ha osado sentir. Porque ha osado proteger. Porque no ha aceptado con serenidad que le quiten a su hijo.

La hembra humana no solo pare con dolor. También cría con miedo. Porque todo lo que haga puede ser usado en su contra. No hay protocolo para el instinto. Pero el sistema lo intenta. Y fracasa, como siempre, a costa del más vulnerable. Dejando en el camino a los hijos sin sus madres y a las madres sin sus hijos.

Una hipopótama, mamíferos como los humanos, no necesita demostrar que es buena madre ni ante sus  iguales, ni ante los otros animales ni ante nadie. La hembra humana sí. Debe rendir cuentas. Debe ser evaluada, medida y etiquetada. Y si no se ajusta al perfil emocional esperado —sumisa, razonable, colaboradora— entonces se activa la maquinaria. Informes, peritajes, “equipos técnicos”. Se debate si el niño debe quedarse con ella o no, como si eso fuera una opción posible y negociable. Como si el vínculo pudiera sopesarse con escalas de Likert. Como si una madre pudiera ser sustituida por una figura “equivalente” que garantice un “entorno saludable”.  

Pero no hay equivalente. Le moleste a quien le moleste, no lo hay. No lo hay en el reino animal ni en el humano. No existe reemplazo para la madre. Ni la ley, ni el Estado, ni la abuela, ni la madrina, ni una familia de acogida, ni el padre siquiera —que puede ser maravilloso, pero no es la madre — pueden sustituirla.

Porque madre es la que gestó, la que alimentó con su cuerpo, la que arrulló con su olor, la que reguló con su latido el corazón del hijo. Eso no se entrena ni se delega. Se es o no se es. Se tiene o no se tiene. Y arrancar a un hijo de esa matriz viva es un acto de violencia extrema, aunque venga envuelto en papel timbrado. Nadie quiere recordar que un hijo arrancado de su madre es una fractura que atraviesa generaciones. Porque ese niño no entiende de leyes, ni de peritajes, ni de “entornos saludables”, solo de brazos conocidos, del olor que calma y del corazón que escuchó desde dentro del cuerpo materno.

Lo peor no es solo el hecho, sino su justificación social. La frase más repetida ante una madre que ha perdido la custodia de su hijo es esta: “Algo habrá hecho”. Como si la mera existencia del fallo judicial validara la separación. Como si los jueces fueran dioses infalibles. Como si no supiéramos —porque lo sabemos— que hay decisiones viciadas, corruptas, ideológicas, apresuradas o basadas en pruebas manipuladas. Y sin embargo, esa frase lo borra todo. Esa frase es una lápida. Cierra el debate. Condena a la madre a la vergüenza pública. La transforma en culpable sin juicio. Sin defensa y sin compasión.

Claro, tiene sentido. Un juez de familia, con tres divorcios, que ve a sus hijos dos fines de semana al mes, dictaminando qué es un entorno ‘saludable’. Perfecto.

Y muchas veces, efectivamente, la mujer ha hecho algo: ha tenido miedo. Miedo real, visceral, legítimo. Ha tenido miedo de que el padre abuse, maltrate, manipule, secuestre, desaparezca. Y puede pasar que, aconsejada por abogados sin escrúpulos, haya denunciado. A veces con razón. A veces exagerando. A veces equivocándose. Porque el miedo no sigue protocolos. El miedo de una madre no es cartesiano. No espera la prueba pericial. Reacciona. Se adelanta. Intenta prevenir. Pero ese miedo, en lugar de ser entendido como señal de alarma, es usado como prueba de inestabilidad. La ley que prometía protegerla, la juzga. La desarma y la incapacita para conservar a sus hijos con ella.

Y otras veces, ni siquiera denuncia. Solo defiende. Solo se niega a entregar al hijo a una situación que considera peligrosa o humillante. Lo esconde. Lo protege. Se lo lleva. Lo aleja. Lo amamanta más tiempo del que aprueban las expertas en crianza positiva. Lo duerme a su lado. Le habla en voz baja. Lo escucha. Y eso, eso tan elemental, se convierte en prueba de alienación parental. En muestra de fusión patológica. En evidencia de que la madre “no sabe soltar”. Que no lo deja crecer. Que está invadida por su propio trauma. Y entonces, otra vez, se activa la máquina: informes, diagnósticos, sanciones. Arrancamientos.

Pero lo más perverso no es solo que le quiten al hijo. Es que además le exigen que lo acepte con madurez. Que no se descompense. Que no se descomponga y no se desregule. Que coopere. Que “piense en el bienestar del niño”. Le piden a la madre que, despojada de su hijo, adopte una conducta racional. Que se muestre centrada. E incluso sonriente. Porque si sufre demasiado, confirma que está loca. Si llora, es codependiente. Si se enfurece, es violenta. Y si guarda silencio, es manipuladora. No hay salida. No hay gesto correcto. Todo lo que haga será interpretado contra ella.

Y así, muchas terminan perdiendo el norte. Sí. Pero no porque lo hayan perdido espontáneamente. Lo pierden porque se lo arrancan. Porque las desmantelan desde dentro. Porque el sistema no solo les quita al hijo: les quita el derecho a doler, a gritar, a defender, a existir como madres. Las empuja al abismo emocional y luego filma la caída para mostrar que “no estaban bien”. Es un linchamiento legal. Una lapidación blanca. Un sacrificio institucional.

Y lo saben. Lo saben los jueces, lo saben los psiquiatras, lo saben los peritos. Lo saben de sobra las trabajadoras sociales de los puntos de encuentro que se burlan de esas madres desgarradas. Saben que la reacción de una madre ante la pérdida forzada de su hijo es desproporcionada. Porque debe serlo. Porque si no lo fuera, eso sí sería patológico. Lo que hay que mirar no es la reacción, sino la causa. Pero no lo hacen. No quieren hacerlo. Porque admitirlo sería dinamitar el sistema desde dentro.

Mientras tanto, los animales siguen enseñándonos sin palabras lo que nosotros hemos olvidado: que no se toca a una cría. Que no se le arranca una cría a su madre. Que ese vínculo es sagrado, no porque lo diga un juez, sino porque lo dice el cuerpo, el alma, la biología. Que si hay algo que merece ser protegido, es ese cordón invisible que sigue latiendo más allá del parto. Y que si una madre ruge, hay que escucharla. No medicarla.

La humanidad no podrá llamarse civilizada mientras siga tolerando, justificando o participando en el silencioso genocidio del vínculo materno. Que es el espectáculo dantesco al que estamos asistiendo. Porque cada niño arrancado, cada madre silenciada, cada abrazo interrumpido, es una herida en el tejido invisible que sostiene la especie.

Me gustaría saber qué rinconcito especial le reservaría Dante a los jueces y demás colaboradores que arrancan hijos de madres que aun están amantando a sus hijos. Que torturas inventaría para esos trabajadores sociales que prefieren quitarle un hijo a una madre desempleada y mandarlo a una casa de acogida antes que ayudar a la madre.

Y un día, cuando la historia juzgue este tiempo de bestialidad legal, cuando los archivos salgan a la luz y se sepa cuántos niños fueron usados como armas, cuántas madres fueron diagnosticadas para poder ser calladas, entonces será tarde. Entonces llorarán otros. Pero hoy, mientras tanto, hay que hablar. Hay que escribir y hay que rugir.

 Y hay que hablar también por las que se quedaron en el camino, con cánceres de útero, sin muelas, calvas y enfermas porque no pudieron soportar la vida sin sus hijos.

Porque una madre que ruge no está loca. 

Está viva. Está cuerda. Está en guerra. Y con razón. Porque la hembra que ruge no necesita aprobación ni diagnóstico. No necesita permiso para defender lo que parió.

Si esta sociedad no puede tolerar a una madre herida que ruge, entonces no merece ser llamada humana. Y que no se confundan: ella no está rota. Está encendida. Y si arde, es porque la están quemando.

 Analicemos algunos ejemplos de cómo reaccionan otras madres:

  1. “Las ratas madre privadas de sus crías durante los primeros días muestran un colapso fisiológico que incluye alteraciones endocrinas, desregulación inmunitaria y conductas de ansiedad extrema.”
    Meaney & Szyf, McGill University, Canadá, 2005 (estudios sobre epigenética y cuidado materno en roedores).

  2. “Las hembras de elefante que pierden a sus crías presentan síntomas persistentes de depresión, insomnio y desorientación durante semanas, a veces meses. Muchas dejan de alimentarse.”
    Poole, J.H. “Elephant Voices”, 2000s

  3. “Las ovejas que no pueden lamer ni oler a sus corderos inmediatamente tras el parto los rechazan por completo. La interrupción del contacto sensorial materno provoca una ruptura definitiva del vínculo.”
    Nowak et al., INRA, Francia, 1996

  4. “La retirada precoz de los cachorros a la madre en perros y gatos está asociada con conductas patológicas tanto en la madre (agresividad, apatía) como en las crías (hiperreactividad, inseguridad).”
    McMillan, F.D., “Development of Behavior Problems in Companion Animals”, 2002

  5. “El canto de las ballenas jorobadas cambia en frecuencia y patrón cuando una cría muere o es separada. Se han documentado cantos de duelo prolongado y conductas de nado errático durante días.”
    Ketten, D. & Payne, R., 2003

  6. “Las madres gorila que pierden a sus crías las transportan muertas durante días, negándose a soltarlas, a veces hasta que el cadáver se descompone.”
    Anderson, J.R., Primatología comparada, 2011

  7. “En todas las especies sociales estudiadas, la maternidad implica un cambio profundo en la fisiología cerebral y en el comportamiento de la hembra, reconfigurando su sistema nervioso para responder al olor, al sonido y al llanto de la cría.”
    Numan, M. & Insel, T.R., “The Neurobiology of Parental Behavior”, 2003

     

    Las madres humanas a veces también reaccionan mal, como dijimos antes algunas enferman y se mueren. Pero no todas se mueren despacio y  calladas. Como ausentes, que diría Neruda, ese ejemplo de padre que abandonó a su hija con hidrocefalia sin que se le moviera un pelo.  Algunas se suicidan. O caen en droga. O terminan en psiquiátricos, a veces para siempre. O hacen lo que nadie se atreve a nombrar: roban, mienten, puede que inventan una denuncia (solas o asesoradas por abogados sin escrúpulos que encuentran en la desesperación de estas mujeres terreno abonado para su ganancia) o incluso maten. ¿Y qué hace entonces la sociedad? Señalar. Titular. Burlarse. “Estaba loca”. “Era peligrosa”. “Mala madre”. ¿Y si no lo fuera? ¿Y si ya no quedara nada cuerdo en ella después de perderlo todo? ¿Y si lo que hizo —terrible, torpe, criminal incluso— fuera el resultado directo del crimen originario de haberle quitado a su hijo?

    La pregunta que nadie se atreve a formular en esos casos es esta: ¿Habría hecho lo que hizo si no le hubieran quitado a sus hijos?
    Esa es la pregunta que jamás aparece en los titulares. Porque abre la caja de Pandora. Porque obliga a mirar al sistema como coautor. Porque exige replantearse si el origen de la violencia no está en la madre, sino en la estructura que la desarmó.

    Porque lo verdaderamente insano no es que una madre se desespere hasta el extremo.

    Lo insano es que la sociedad no lo entienda.

    Y peor aún: que lo permita.


Isabel Salas

   “No te olvides de los dolores de tu madre cuando te llevaba” (Eclesiástico 7:27) 

Este texto puede ser compartido, citado y reproducido libremente, siempre que no se altere su contenido ni se use para fines comerciales sin consentimiento expreso de la autora.

Si te gustó este artículo seguramente te gustarán estos dos

EL VÍNCULO MATERNO-FILIAL: LA VERDADERA BASE DE LA SOCIEDAD HUMANA donde explicamos que la maternidad no es un rol que se asigna, sino un vínculo esencial y que borrarlo es arrancarle el alma a la humanidad.

  MATERNIDAD: ESPEJISMO JURÍDICO    Donde analizamos como el sistema jurídico, desde los romanos hasta hoy,  ha ido convirtiendo el vínculo madre-hijo en un vínculo vigilado y tutelado, incluso en los casos en que la madre ha sido la principal, o única, cuidadora.

lunes, 21 de julio de 2025

EL ORDEN PÚBLICO Y LA VOLUNTAD POPULAR

El orden público desordena y coarta la libertad hasta un grado que pocos sospechan.

Me he pasado gran parte de mi vida en la inopia, en Narnia o como quieras llamar a ese estado de inconsciencia histórica y espacial en que se encuentra la gente en general. Sin embargo nunca encontré consuelo en el refrán, cruel como casi todos los refranes, que dice: mal de muchos, consuelo de tontos. En realidad quedé muy consternada al darme cuenta de que la mayoría de la gente vive así. Vivimos así. Conforme me puse a estudiar entendí lo que significa que se te caiga el alma al suelo. Comprender que vivimos en un engaño no es para menos.

La mayoría de las personas vive su vida sin detenerse a entender en qué tipo de hábitat social está inmersa. Mientras un animal conoce perfectamente el funcionamiento de su entorno natural —sabe quién lo puede devorar, de qué alimentarse, cuándo es tiempo de ocultarse y cuándo de atacar—, el ser humano desconoce los mecanismos reales que regulan su vida. Cree saberlo porque se le ha enseñado un relato superficial que habla de democracia, Estado de derecho, Constitución o libertad de pactar. Pero ignora que bajo esa superficie hay un sistema complejo y bien diseñado que actúa sobre él como un conjunto de grilletes invisibles.

Uno de esos grilletes más eficaces y desconocidos es la noción jurídica de “orden público”. La mayoría ha oído esa expresión, pero la relaciona con temas triviales de "desorden" como la policía controlando una manifestación para que nadie rompa cristales, con esos vecinos que ponen la música alta cuando se juntan con amigos o con esas feministas con las tetas al aire pintando estatuas o defecando en las escalinatas de las iglesias. No comprenden que el orden público es un concepto profundo, elástico y mutante, que delimita hasta dónde puede llegar la voluntad individual antes de chocar contra el muro del interés general tal y como lo definen el legislador o el juez en cada época.

Este concepto no es nuevo, aunque su formulación técnica y abstracta es moderna. Su historia es la historia de cómo las sociedades han legitimado la imposición de reglas generales sobre los individuos, bajo distintas justificaciones, pero siempre con el mismo propósito: subordinar la autonomía privada a un principio supremo interpretado por una élite especializada. Nuestros amigos los especialistas y expertos a quienes tanto les debemos😕.

En el mundo antiguo —Egipto, Babilonia, Sumeria, Persia— la ley no se presentaba como una abstracción discutible: era la voluntad directa de los dioses administrada por el soberano, que a su vez ejercía como jefe político y sacerdote supremo. Importantísimo ese punto.

Nadie necesitaba definir algo parecido a “orden público”: el orden era el cosmos, y el soberano era su garante en la Tierra. En Egipto esto se encarnaba en el principio de Maat, ese equilibrio cósmico que el faraón debía preservar. En Babilonia, el Código de Hammurabi explicitaba que las leyes se dictaban para agradar a los dioses, proteger a los débiles y garantizar la paz en el reino. Osea, los Dioses tenían que estar contentos y los que sabían como agradarlos eran los expertos de la época: los sacerdotes y sus cómplices,  reyes o faraones o como los quisieran llamar.

En Roma se produjo un giro decisivo y maquiavélico que prepararía lo que siglos después terminó  desembocando en "nuestros días". Ellos definen la distinción entre ius publicum e ius privatum. Por primera vez se conceptualizó la idea de que había ámbitos reservados al interés común (la res publica) donde la voluntad individual debía ceder. Aún no existía el “orden público” como categoría abstracta y con este nombre, pero claramente ellos pusieron el huevo fecundado con el embrión creciendo dentro: lo público por encima de lo privado, el interés de Roma por encima de cualquier pacto particular.

Con la cristianización del Imperio y la expansión del derecho canónico en la Edad Media, se moralizó esta distinción. Otra vuelta de tuerca. Se dieron otros pasos muy bien dados y sutiles que abonaban el terreno para lo por venir. Las normas ya no solo protegían al Estado o al emperador, sino que tenían que reflejar la ley divina tal y como la Iglesia la interpretaba. Las normas sociales al servicio de la moral cristiana. 

Así surgió una casta sacerdotal que reclamaba la potestad de decidir qué era lícito y qué no, qué matrimonios podían celebrarse, qué contratos eran aceptables, cómo debían vivir las personas, qué estaba permitido enseñar y qué debía castigarse como herético. El sacerdote o el fraile cristiano se convirtió en el gran árbitro del orden social. Ellos eran los jueces, los notarios y los escribas que copiaban los manuscritos.

La aparente ruptura que  llega con la Revolución Francesa y la codificación napoleónica es exactamente eso, una apariencia, un espejismo o, si queremos ser más científicos, una tomadura de pelo colosal. 

Los ilustrados reemplazaron astutamente la referencia explícita a Dios por la referencia a la “voluntad general”, el nuevo principio supremo. Si ya era difícil cuestionar los deseos o la voluntad de Dios, imagínense a partir de este momento como se encara al "disidente" o al que critica. Señalar incoherencias o denunciar abusos del poder dejó de ser pecado para convertirse en traición. Se acabaron las penitencias y entramos en las grandes ligas.

Acordaos que Roma no paga traidores. 😁😁😁 Esto ya lo habían advertido con siglos de antecedencia y quien avisa no es traidor.

El Estado-nación, a partir de la revolución francesa, se erige como soberano absoluto y la ley pasa a ser “la expresión de la voluntad general”, como proclama el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. El artículo 6 del Código Civil francés de 1804 lo formula con claridad: “No pueden derogarse mediante convenciones particulares las leyes que interesan al orden público y las buenas costumbres.” Aquí el concepto de orden público queda fijado como herramienta moderna. Es el límite formal que el Estado puede imponer a cualquier autonomía privada, invocando valores generales definidos por el legislador o por el juez.

En realidad, lo que ocurre dentro de la chistera del  mago ilustrado es un sencillo truco: el Estado moderno reemplaza a Dios. El conejo cambia de lugar con la paloma. Con el tiempo Alicia en el país de las maravillas será el nuevo Moisés y el Principito hablará desde las camisetas como el nuevo Zaratrusta.

Lo que antes había que cumplir porque agradaba a los dioses o porque lo decía la Iglesia, ahora hay que cumplirlo porque lo determina el Estado en nombre del bien común, de la moral pública o del interés general. Escoge tú el caramelo que más te guste.

La clave es que (en verdad) no se avanza para proteger al individuo frente al caos exterior, sino de someterlo preventivamente a una arquitectura jurídica que define qué puede hacer, qué no puede hacer, qué puede pactar, de qué puede disponer y de qué no. Y últimamente incluso qué puede pensar, qué puede opinar y qué puede preguntar sin cometer "crimen de odio".

La paradoja es que, mientras esto se presentaba y se sigue haciendo, como una liberación —el paso de la servidumbre religiosa a la ciudadanía ilustrada— en realidad supuso el refinamiento del mecanismo de control: ya no hacía falta recurrir a mandatos divinos o a la moral clerical. Ahora basta  con que la ley estatal diga que algo afecta al “orden público” para anular la voluntad individual.

Y es aquí donde aparece otro hilo de continuidad que no debemos perder de vista: los intérpretes.   

Los sacerdotes antiguos reclamaban el monopolio de saber qué quería Dios. Los  patricios y juristas romanos reclamaban el monopolio de saber qué era bueno para la res publica. Los clérigos y obispos medievales reclamaban el monopolio de saber qué exigía la moral cristiana. Y hoy, sus herederos —los jueces, los diplomáticos, los tecnócratas de organismos internacionales, los presidentes de los tribunales constitucionales o de la O.M.S. — reclaman el monopolio de saber qué quiere la ley, qué necesita el orden público, qué es bueno para el interés general.

Así mismo, sin tonterías ni medias tintas. 

Son ellos los auto-convocados para determinar qué reglas deben regir la convivencia. Y como siempre, excluyen, con la misma eficacia a los ciudadanos ordinarios, como tú y como yo, del debate público. Nos consideran incapaces para entenderlo.

El tema de la incapacidad es tan apasionante que le dedicaremos en algún momento un articulito también. Ahora volvamos al ejemplo del inicio.

Mientras el animal conoce perfectamente su hábitat natural, el ser humano vive en un hábitat artificial —jurídico, económico, institucional— que no comprende y que ni siquiera se detiene a analizar. No tiene tiempo, no tiene ganas o simplemente no le da la cabeza mal alimentada, llena de micro plásticos y conservantes para juntar dos y dos. Cree que sus contratos son libres, pero están restringidos por un orden público que no define él. Cree que sus decisiones sobre la educación y la custodia de sus hijos son suyas, pero están supervisadas y condicionadas por el interés superior del menor tal y como lo interpretan jueces y burócratas. Cree que trabaja para prosperar, pero está sujeto a reglas fiscales y laborales indisponibles, definidas también bajo el pretexto de la protección y el bien común. Y lo mismo pasa con las herencias y otros temas de los que ya hablaremos otro día.

Y lo más perverso de todo, al menos para mí, es que el proceso actual se está llevando a cabo sin que ya ni siquiera haga falta Dios como justificación última. 

Ni siquiera el Papa necesita invocar un Dios concreto: el anterior pontífice, por ejemplo, impulsaba un proyecto ecuménico que disuelve las diferencias religiosas para facilitar un consenso planetario en torno a un nuevo orden moral y jurídico mundial. Una mezcla de Yahvé, Jeová, Pacha Mama, Apis, Baal y lo que le quieran echar a la coctelera divina.

En ese orden, el para unos, ansiado NOM y para otros temido,  Estado mundial (o sus órganos equivalentes) se convertirá en el único soberano real, bajo la apariencia de laicidad, derechos universales y protección global.

Este es el resultado final de más de dos mil años de evolución: el paso de Dios al Estado, y del Estado nacional al Estado global, con el mismo propósito: definir qué está permitido, qué es moral, qué es ordenado, quién debe obedecer y quién tiene derecho a mandar.

Hoy los nuevos sacerdotes no están en templos: están en los tribunales, en las organizaciones supranacionales, en los despachos de los legisladores y en los organismos de “gobernanza global”. Pero son los mismos: los que siempre han sabido lo que Dios quería, lo que el Estado quería y lo que nosotros debemos querer, pensar y hacer para agradar a esa instancia superior que nunca hemos elegido y que nunca nos consideró plenamente capaces de decidir sobre nuestro propio destino.

Acordaos de  el Código de Hammurabi (siglo XVIII a.C.): “Para que el fuerte no oprima al débil, para que a los huérfanos y a las viudas se les haga justicia, he escrito mis preciosas palabras en mis estelas.” Sí, todo está inventado.

O recordad el Maat egipcio, "el orden que debe ser preservado por el faraón; sin él, todo se convierte en caos." Él  no impone leyes para proteger la voluntad individual sino para mantener el equilibrio del mundo (maat). 

De Graciano, Decretum Gratiani (c. 1140): "Lo que no es lícito ante Dios, no es lícito ante los hombres" Hemos pasado a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), art. 6: "La ley es la expresión de la voluntad general."

Se reemplaza directamente la voluntad de Dios por la voluntad general como fuente suprema de legitimidad jurídicaLo incuestionable deja de ser lo divino y pasa a ser lo estatal-nacional. Aparece formalmente por primera vez el concepto moderno de “orden público” como cláusula general restrictiva, inseparable de la moral dominante. El paso definitivo: ya no hay un Dios, ni un emperador, ni siquiera un juez moral, sino la “ley estatal” como nuevo soberano moralizador. Lo he escrito de varias formas a ver si se entiende bien.

Y como dijo Cristo, quien tenga oídos que oiga.

Yo me quedo mil veces con su mensaje y cada día le pido que me ayude a oir, a leer y a entender. Y fíjate qué ironía más profunda y dolorosa, otra de sus frases,  “solo la verdad os hará libres” ha sido usada durante siglos por las mismas estructuras que han ocultado sistemáticamente esa verdad. Los que  han desfigurado, tergiversado y convertido la verdad en instrumento de dominación también se han querido apropiar del mensaje de Cristo y sus enseñanzas.

Él no hablaba sobre obedecer estructuras humanas ni  someterse a autoridades externas; hablaba de despertar, de salir de la ceguera, de ver el mundo con claridad, incluso aunque eso traiga dolor, y de que esa verdad —una vez comprendida— es lo único que puede liberar realmente al alma.

Por eso cuando dijo “quien tenga oídos para oír, que oiga”, creo que se refería a que no todos quieren escuchar y, peor aún, muchos prefieren no oír aunque la verdad esté gritando delante de ellos.

Y eso encaja perfectamente con lo que decíamos antes.  El “orden público” no es solo un mecanismo jurídico; es una barrera mental que impide siquiera plantearse que todo el relato sobre el que se apoya nuestra convivencia está cuidadosamente fabricado y diseñado para mantenernos atontados y dormidos.

Los nuevos sacerdotes del poder  se encargan de que la gente no oiga y no vea. Su función es administrar la ceguera colectiva mientras repiten lemas sobre libertad, igualdad y derechos humanos como mantras que tranquilizan pero que esconden el verdadero objetivo: la sumisión absoluta del individuo bajo estructuras opacas que nunca podrá controlar ni entender si no espabila.

O  yendo un pasito más adelante, despertar en Cristo. Sin él guiando nuestro corazón no se puede despertar realmente ni menos entender la trampa en la nos movemos. Hasta ahora, con todo lo que he estudiado y leído, solo Él me da el entendimiento de lo que es la Verdad y la Libertad.

 “El reino de Dios está dentro de vosotros” (Lucas 17:21).

No nos ofrece un nuevo código jurídico, ni una moral externa detallada. Su propuesta es la libertad interior radical, no sometida a ley humana ni al ritual religioso. Su mensaje es subversivo frente a cualquier poder terrenal o religioso organizado, antiguo o contemporáneo.

Cristo no proclama principios para que las élites los administren. Dice que no hace falta templo, ni escribas, ni intérpretes:

“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6).

Su mensaje es esencialmente antijerárquico. Todos pueden acceder directamente a la verdad sin expertos ni mediadores. Esto es anatema para cualquier estructura de poder que necesite administradores del orden, ya sea el sacerdote egipcio, el jurista romano, el papa, el tecnócrata, el obispo o el juez.

Por eso fue crucificado: no porque dijera ser Dios (en una cultura saturada de dioses), sino porque desactivaba los mecanismos de control social y religioso que mantenían el statu quo del Templo, de Roma y de las clases dominantes. El motivo real de su ejecución no es un asunto religioso, sino político. Ponía en riesgo el orden público romano en Judea al hablar de un Reino donde César no era el señor.

Si el proceso histórico fue de la ley divina a la ley estatal y luego global, Cristo rompe ese ciclo porque no propone ley alguna que regularice desde fuera, sino un despertar interior, incompatible con cualquier intento de reglamentar lo espiritual bajo pretexto de “orden público” o “bien común”. Cristo no nos considera incapaces, al contrario, nadie espera más de nosotros y de nuestras capacidades que él.

Por eso, en este artículo, Cristo no aparece  como un elemento más del escenario que estoy armando, sino como el punto de fuga que lo desbarata todo.

No se puede reglamentar desde fuera el acceso a la Verdad,

No se puede someter la libertad espiritual a las categorías jurídico-políticas de “orden”.

No se puede convertir a Cristo en símbolo estatal sin traicionarlo.

Mientras el concepto de orden público constituye el límite invisible y eficaz que asegura la dominación de las estructuras de poder sobre el individuo, Cristo representa exactamente lo opuesto: la posibilidad de una libertad que no pasa por ninguna estructura externa ni necesita intérpretes.

Traer Cristo a este análisis no es una acción romántica ni piadosa. Es, en rigor histórico, radicalmente acertada. La enseñanza de Cristo no fue absorbida por el sistema, al contrario, fue neutralizada, tergiversada y convertida en religión institucional precisamente porque desactivaba todos los resortes de dominación.

Por eso, invocar a Cristo en este contexto no es un refugio espiritual blando sino recordar la única declaración de ruptura total que el ser humano ha escuchado: “La Verdad os hará libres”  y recordar que ningún orden público podrá nunca garantizar ni administrar esa verdad.

Termino con un dato no menor. En los últimos 125 años casi cincuenta millones de cristianos han sido asesinados en Nigeria, Siria, China, URSS y otros lugares Es fácil encontrar información sobre ellos si se busca. Cristianos muy cercanos en su forma de vivir su fe a la de las primeras comunidades cristianas. Pregúntense porque esos asesinatos no son perseguidos ni se considera que atentan contra el orden público. De hecho ni siquiera son noticia en los principales medios. Ni se considera un genocidio.

Les dejo esta inquietud. La verdad es la verdad y brilla por sí misma cuando se rasca un poquito encima de la mugre con que lo han cubierto todo.

Isabel Salas 

sábado, 19 de julio de 2025

DERECHOS INDISPONIBLES: EL CANDADO DE TU LIBERTAD

El contrato social fue siempre la coartada perfecta: libertad aparente para el pueblo, poder absoluto para el Estado.

En términos generales, orden público como concepto, está clarito y es fácil de entender. Sería el conjunto de principios y normas fundamentales que aseguran el funcionamiento básico y la cohesión de una sociedad en un momento histórico determinado, y que por ello se sitúan por encima de la autonomía privada.  

En otras palabras: Todo aquello que el legislador o el juez consideran esencial para garantizar la paz social, la moral pública, la seguridad jurídica o los valores fundamentales del ordenamiento jurídico correspondiente, forma parte del orden público y no puede ser contravenido ni limitado por acuerdos entre particulares. Ahí está la trampa del "contrato social" que nos imponen.

Tengamos en cuenta, en primer lugar, que es mutable e histórico. No hay un contenido fijo o eterno de “orden público”. Lo que hoy puede considerarse intocable, mañana puede dejar de serlo (por ejemplo: ciertas normas sobre moral sexual o religiosa que antes formaban parte indiscutida del orden público han desaparecido o cambiado radicalmente en algunos países).

Además, en segundo lugar, opera como límite absoluto, esto quiere decir que la autonomía de la voluntad individual se detiene donde empieza el orden público. El artículo 1255 del Código Civil español es ejemplar:

"Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público."

Y por último, pero no por ello menos importante, tiene una función legitimadora, es decir, permite al Estado mantener el control sobre ámbitos que podrían escapar a su intervención si se aceptara una libertad contractual sin restricciones.

Dicho todo esto entremos en materia. Hablaremos de los derechos indisponibles que son, en realidad, el mecanismo con el que el Estado de Derecho administra su poder tutelar sobre la vida privada de sus ciudadanos o súbditos, mientras mantiene la ilusión de que el contrato y la libertad individual son el centro del orden jurídico.

Y como toda ficción política bien diseñada, es igualitaria en la superficie pero profundamente jerárquica en su aplicación. De esto no me he dado cuenta por arte de virli-virloque. Me ha costado años profundizar en esta arena movediza en la que nací.

Las personas hablamos con ligereza, inconsciencia e ignorancia de libertad contractual, de autonomía individual, de la posibilidad de elegir y disponer sobre lo propio entre otros espejismos.  Pero hay una trampa escondida —la trampa mejor oculta del Estado de Derecho—: los mencionados derechos indisponibles. Una categoría que suena inocua, casi técnica, pero que es, en realidad, la puerta de entrada a la intervención más íntima y más opresiva del Estado en la vida de sus súbditos.

Un derecho indisponible es aquél sobre el que ni siquiera el acuerdo voluntario de las partes puede decidir. Aunque dos adultos conscientes quieran regular su relación amorosa, vecinal o laboral, el Estado se reserva la potestad última de control si lo pactado toca ciertos ámbitos: la custodia de los hijos, la pensión alimenticia, las obligaciones laborales mínimas, incluido el horario de trabajo, los plazos legales o incluso la propia capacidad de defensa ante un tribunal.

Estos derechos “indisponibles” aparecen, formal y pretendidamente,  para proteger a los más débiles. Se dice que son necesarios para impedir abusos, para garantizar la dignidad de los niños, de los trabajadores, de los enfermos o de los incapaces. Y sin embargo, bajo esa premisa tan atractiva y protectora se esconde un mecanismo jurídico mucho más profundo: el instrumento que permite al Estado intervenir siempre que quiera en las decisiones más íntimas de los ciudadanos, incluso cuando nadie lo ha pedido o siente rechazo hacia la interferencia ajena, sea de un juez, de un inspector laboral o de un trabajador social.

Estos derechos indisponibles, se presentan como una salvaguarda contra el abuso, pero funcionan como un recordatorio de que la libertad contractual es siempre condicional y parcial. Puedes pactar lo que quieras… menos sobre lo que importa realmente: la guarda de tus hijos, tu salario mínimo, tu jornada laboral, tu vida, tu cuerpo, tus plazos procesales.

Este mecanismo no es nuevo. Sus raíces están en Roma, donde ya se distinguía entre las cosas comerciables (res in commercio) y las cosas fuera del comercio (res extra commercium), como los templos o las murallas de la ciudad. También las personas estaban sujetas a esta lógica: aunque el paterfamilias tenía una potestad casi absoluta sobre su familia, su capacidad de disponer sobre ella estaba limitada por el interés de la civitas.

En la Edad Media, esta distinción no era aún jurídica en sentido moderno, pero la estructura feudal hacía del linaje y de la familia un asunto colectivo, jerárquico y político, donde las relaciones privadas quedaban subsumidas bajo la autoridad del señor feudal o de la Iglesia. El individuo, en rigor, no existía como sujeto soberano ni entonces ni hoy.

Con la Ilustración y los códigos civiles liberales se le prometió a los hombres, que los varones serían libres de disponer de sí mismos y de sus relaciones. Las mujeres seguirían siendo tuteladas  por sus padres, maridos o hijos y consideradas incapaces. Recordemos a Mary Wollstonecraft (1759-1797), autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Aunque admiraba algunos ideales ilustrados, denunció el profundo sesgo patriarcal de sus proclamaciones universalistas, que dejaban a las mujeres fuera del concepto de “hombre libre”. Y pensemos en Olympe de Gouges (1748-1793), ella redactó la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana en 1791. Fue ejecutada por atreverse a exigir que los principios ilustrados se aplicaran también a las mujeres.

Los varones estaban contentos, pero algunos no tardaron en ver aparecer las excepciones y quedarse más preocupados: todo lo que afectara al “orden público” quedaba fuera de esa autonomía. Es decir, el mismo ordenamiento que predicaba la libertad contractual estableció cuidadosamente sus límites —precisamente donde la libertad era más valiosa — en la familia, en el trabajo, en los bienes esenciales para la subsistencia.

Hoy, esa lógica sigue vigente: Una mujer, que ahora puede votar y no necesita tutela en determinadas situaciones, sin embargo no puede acordar con el padre de sus hijos, ni antes ni después de tenerlos,  que la custodia será siempre materna, porque la custodia es indisponible y un juez podrá decidir lo contrario aunque haya acuerdo.

Tampoco  puede renunciar a la pensión alimenticia de ella misma o de sus hijos, aunque lo firme por presión o por miedo. Solo un juez puede revocar ese derecho que otra sentencia le otorgó.

Ni ella ni nadie puede pactar una jornada laboral superior a la máxima legal ni un salario inferior al mínimo: aunque lo necesite, aunque lo prefiera, el Estado lo prohíbe.

Y sin embargo, esta rígida arquitectura que aplasta la voluntad individual se vuelve sorprendentemente flexible cuando toca a las élites. ¿Alguien se ha preguntado cómo se organizan las custodias en las monarquías europeas? Felipe VI o Carlos III pueden prever, y por lo visto así lo hicieron, en sus acuerdos prematrimoniales que la custodia formal de sus hijos quedaría bajo su control en caso de divorcio.

¿Y cómo es posible? Fácil, porque los hijos de los reyes no son solo hijos: son activos dinásticos y símbolos políticos, y la continuidad de la monarquía se impone a cualquier “interés superior del menor”.

Para ti, madre plebeya, la custodia de tus hijos es un derecho indisponible. Para los reyes rey, no. Así que no hay que engañarse: los derechos indisponibles son indisponibles… pero solo para el pueblo. El Estado se reserva la última palabra sobre los pobres, los débiles y los comunes. Un rey, en cambio, dispone de sus hijos, su esposa y sus matrimonios porque su familia sigue siendo, como en la Edad Media, o en la Roma de los Patricios, una cuestión de Estado, no de derecho, o al menos así lo entiendo analizando los hechos.

Y todo esto desmonta la gran mentira que nos han vendido sobre las ventajas del Estado de Derecho. Mientras a ti te dicen que el contrato, sea social, matrimonial o laboral, es el centro de la libertad individual, la ley reserva para sí el control absoluto sobre los ámbitos fundamentales de tu vida, disfrazando de “protección” lo que es en realidad un dispositivo perfecto de dominación estructural. El candado de tu cadena.

Puedes amar a quien quieras, pactar lo que quieras… siempre que lo verdaderamente importante siga siendo asunto del Estado. Nuestro querido Rousseau, el gran charlatán, por su parte, no ignoraba que nos la estaba metiendo doblada cuando se sacó de la manga  el contrato social.

Estaba muy consciente de lo que era,  una ficción. Lo sabía perfectamente y lo formula como tal. No describe un pacto histórico real sino que fabrica un relato legitimador del poder soberano. Y lo peor, lo disfraza de teoría de la libertad e igualdad mientras sienta las bases para que el Estado pueda intervenir sobre cualquier ámbito de la vida privada bajo el argumento de que todo está basado en el consentimiento general. Ni los hermanos Grimn, ni Verne, ni mi admirada J. K. Rowling se atrevieron a tanto.

Rousseau es, así, junto con sus amigos ilustrados, cómplice perfecto del tinglado que entre todos levantaron. Contribuye con entusiasmo a darle al poder moderno la coartada filosófica que necesita para disfrazarse de voluntad común cuando no es más que dominación estructural. 

El filósofo que hablaba de libertad mientras abandonaba alegremente a sus propios hijos, es el patrono perfecto de este despropósito. Él nos regaló el contrato social, una fábula diseñada para que los súbditos se crean ciudadanos mientras siguen exactamente igual de controlados. Gracias Jean-Jacques: no solo abandonaste a tus hijos, también abandonaste a la posteridad en manos del Estado.

Y a nosotros nos toca ahora cuestionar dentro de los estrechos márgenes que nos permiten, siempre con mucha educación y bastante miedo, si la forma de gobierno que nos imponen es la que más conviene. Eso sí, sin que se ofendan y nos desaparezcan.

Isabel Salas 

 

Otros artículos sobre este tema  MATERNIDAD: ESPEJISMO JURÍDICO  

 

jueves, 17 de julio de 2025

MATERNIDAD: ESPEJISMO JURÍDICO

 Aclaremos de una vez de quien son los hijos que parimos.




En los autoproclamados países occidentales, las mujeres, hoy más que nunca,  enfrentan una paradoja brutal: se les dice que pueden elegir, decidir, ser libres, casarse por amor y construir familias protegidas por la ley, pero la realidad jurídica es otra.Digamos que son un tanto libres pero siempre dentro del corralito legal invisible que nos rodea. El sistema jurídico, desde los romanos hasta hoy,  ha ido convirtiendo el vínculo madre-hijo en un vínculo vigilado y tutelado, incluso en los casos en que la madre ha sido la principal, o única, cuidadora.

Ni en Brasil, ni en España, ni en ninguno de esos paraísos de "igualdad moderna"  en los que he vivido,  existe mecanismo legal que permita a una mujer dormir tranquila y garantizar que conservará la custodia de sus hijos en caso de ruptura con el padre. Ese príncipe azul que algunas veces es menos azul y más violento de lo que parecía.

Ni un acuerdo prenupcial lleno de firmas, testigos y sellos  notariales, ni un fideicomiso inter vivos, ni una declaración conjunta, tendrán fuerza jurídica suficiente para impedir que, en caso de conflicto, un juez —que no conoce a esos niños ni a esa madre— pueda decidir, a su sola discreción, quién ejercerá la guarda. Y lo hará solo o rodeado de sus cómplices los miembros del equipo psicosocial, pero todos actuarán bajo el mantra abstracto del “interés superior del menor”.

El principio que rige en ese maravilloso sistema es claro, casi elegante en su crueldad: la custodia de los hijos no es materia privada, es materia de "orden público" y "derechos "indisponibles", y por tanto ninguna madre puede escapar a la posibilidad de que la custodia de sus hijos termine  judicializada, incluso aunque exista un acuerdo previo con el padre. Libertad femenina sólo en la medida en que el Estado la mida,  la pese y la tolere.

La única vía que otorga a la mujer un mínimo control —precario e inestable— es no registrar al hijo con el nombre del padre: concentrarse en ser madre soltera y no permitir que el padre figure formalmente como progenitor legal.  Este método, por supuesto, ha sido siempre mal visto socialmente y han insultado a las madres que optan por él, confundiendo su libertad con promiscuidad y catalogando a sus hijos como bastardos.

Pero atención, incluso así, aunque impidas que figure el progenitor en el certificado de nacimiento, el Estado puede intervenir, porque cualquier tercero, un vecino entrometido o una cuñada envidiosa, puede denunciar a esa madre bajo acusaciones de “negligencia”, y el aparato judicial volverá a desplegarse para decidir sobre la vida del niño. Pero al menos habrá un solo frente de batalla llegado el caso y es fácil ganar con pocas y sabias estrategias adicionales.

Nos dicen que el matrimonio  protege a la madre y lo repiten desde todos sus micrófonos, para convencernos a las hembras de que necesitamos ese amparo legal para estar tranquilas. Sin embargo, en realidad,  nadie nos explica que nos colocamos en una situación de mayor vulnerabilidad jurídica, porque institucionaliza la igualdad de derechos parentales y activa automáticamente la tutela estatal sobre la relación madre-hijo. Dejamos de ser mamíferos para tener el mismo grado de importancia que el progenitor en la vida del hijo que hemos parido.

Se dice que la ley protege a las familias, y eso es cierto —pero sólo si recordamos qué entiende históricamente el derecho por familia: el conjunto de esclavos, hijos y esposa pertenecientes a un hombre libre, bajo su autoridad absoluta. Eso es lo que la ley protege y sigue protegiendo hoy bajo formas renovadas y políticamente correctas: una estructura funcional al patriarcado, no a la libertad ni mucho menos a la maternidad autónoma.

Esta verdad incómoda tiene consecuencias visibles pero poco mencionadas: muchas mujeres jóvenes renuncian hoy directamente a la maternidad; otras optan por criar solas, fuera del radar; y muchas más se sienten atrapadas en un sistema donde pueden ser despojadas de sus hijos mediante decisiones judiciales que no necesitan demostrar daño real, sino simplemente declarar que su criterio es “lo mejor para el niño”.

El co-mothering o motherhood pod, fenómeno reciente, es una forma de convivencia o red colaborativa entre madres, generalmente solteras o con familia dispersa, que deciden unirse para criar a los hijos en comunidad. Cada madre aporta tiempo, recursos, cuidado y compañía, generando una red de apoyo mutuo que puede incluir co-habitación, cuidado compartido, compras e incluso decisiones educativas. 

TODAY describe cómo dos madres solteras en Vermont compraron una casa con otras dos mujeres y decidieron criar a sus hijos juntas. Lo llamaron “Siren House”, una casa comunitaria donde comparten crianza, gastos, tiempo y compañía. He compartido el enlace para quien quiera leer el reportaje. Muy recomendable. Una respuesta concreta al aislamiento y la precariedad de muchas madres solteras. No garantiza derechos legales sobre los hijos, pero fortalece lo social, emocional y material de la crianza compartida y es un gran apoyo a todos los niveles incluido el legal.

Hacen falta soluciones creativas en tiempos de crisis y soluciones radicales en tiempos de guerra. Por si alguien no se ha dado cuenta el sistema patriarcal ha estado y siguue estando en guerra contra la madre. No contra la maternidad. Ese concepto les encanta a todos y exaltado como algo noble. Al final, la maternidad es el método a través del acual los hombres tienen hijos.

Sin embargo las madres molestan.   Plantearse la maternidad sin padre reconocido puede ser una buena solución para quienes quieren ser madres si presión y sin miedo de perder a sus hijos.

Para quienes se quieren arriesgar a vivir la maternidad en pareja, con todo lo que he expuesto, el tema se reduce a un consejo doloroso pero honesto: escoge muy bien con quién quieres tener hijos, porque ese hombre será el que te encontrará en los tribunales si la relación fracasa.

El amor romántico puede elegirse con quien se desee; la maternidad, si está formalizada jurídicamente, es otra cosa: es una relación donde el padre y el juez compartirán el poder sobre tu hijo, y tú serás la administrada, la vigilada y la sospechosa en caso de conflicto.

Nada protege realmente a las madres de este aparato.

Y ninguna mujer debería ignorarlo antes de casarse o registrar a un hijo con el apellido de un hombre que, si mañana se convierte en su adversario, tendrá el respaldo pleno del sistema jurídico. No importa si es violento, alcohólico o abusador, el sistema patriarcal judicial, inspirado en la importancia del pater familia está diseñado por y para el padre. No para la madre. Una madre que espera protección y justicia del juzgado de familia es tan ingenua como un vegano que quiere acariciar a un tigre vivo.

El tigre no es vegano.

Y ten en cuenta que el juzgado de familia protege a la familia cuyo propietario es el hombre. A la tuya no. Nunca lo olvides.

 Isabel Salas 

 

Otras entradas del blog que tratan asuntos parecidos

 

 ¿SON CADENAS NUESTROS DERECHOS?  En esta entrada reflexiono sobre cómo el sistema jurídico puede utilizar nuestros pretendidos ‘derechos’ como instrumentos de sumisión institucional.

 

LA TRAMPA DE LA FAMILIA   La familia, más allá del mito afectivo, ha sido históricamente una estructura jerárquica funcional al poder.

miércoles, 9 de julio de 2025

REBOLLEDO Y SU GRAN INVESTIGACIÓN

La diferencia  entre falso e indemostrable: la trampa del discurso machirulo sobre las "denuncias falsas".

 

Publicar un libro lleno de falacias el 1 de abril —el April Fool’s Day anglosajón— tiene una ironía jugosa. Que, además, se titule Falsas denuncias y esté plagado de razonamientos falaces roza el acto fallido editorial. Si no fue intencional, parece una broma del inconsciente; si lo fue, resulta una provocación innecesaria en un tema que no admite cinismo.

Publicar ese tipo de libro, sin rigor metodológico, sin estadística sólida, sin revisar el sesgo judicial ni la violencia institucional contra niños y madres, y hacerlo precisamente el Día Internacional de la Mentira, solo añade una capa grotesca a lo que ya es, de por sí, una maniobra peligrosa: desacreditar el testimonio infantil bajo el disfraz de “periodismo de investigación”.

No sé si reírme o escribir una nota al pie. Tal vez ambas cosas, si no fuera porque el asunto tiene muy poca gracia. Así que me quedo con escribir sin indagar demasiado en "dónde" habrá investigado el autor para aparecer con tan peregrinas "conclusiones" tan sesgadas y pobres.

El periodista Javier Rebolledo ha declarado en múltiples entrevistas que entre un 30 y un 40 % de las denuncias por abuso sexual infantil serían falsas. Lo afirma sin datos oficiales, sin estudios verificables, y lo repite en medios y presentaciones como si su convicción personal bastara. Lo más grave no es la falta de rigor, sino el éxito de una falacia. Llevan a la gente a confundir la falta de condena con falsedad. Si lo hace consciente o inconscientemente eso sólo Dios lo sabe y yo no voy a condenarlo.

Lo que Rebolledo no dice —y muchos medios tampoco cuestionan— es que, para que una denuncia sea considerada falsa, debe abrirse una causa penal específica por denuncia calumniosa, con pruebas sólidas y sentencia firme. Eso casi nunca ocurre. Partamos de un hecho concreto, el sistema no persigue la falsedad con la misma vehemencia con que  pretendidamente persigue el abuso. Y eso, tratándose de niños y niñas, ya es decir poco. Lo diré más claro, sin denuncia penal por falsedad no hay investigación.

Tampoco menciona que la mayoría de las denuncias que no terminan en condena se archivan por falta de pruebas, no por ser inventadas. Es decir: hubo denuncia, hubo un relato de un niño o una niña, pero no hubo posibilidad de probarlo con las herramientas que la justicia tiene hoy y sus sesgos patriarcales. Tengamos también en cuenta que el juez estima unas pruebas, desestima otras y eso aún complica más probar ciertos hechos.

Pensemos juntos, ¿Cómo se demuestra un abuso ocurrido entre cuatro paredes, sin testigos, sin lesiones visibles, y con una criatura que apenas puede explicar lo que le pasó? A menudo, no se puede. Y esa impotencia judicial se transforma, dentro del discurso de Rebolledo, en “falsedad”.

A eso se suma otra perversión discursiva: si una madre denuncia después de un conflicto de pareja, se sospecha de su motivación antes que del relato del niño. Se invierte la carga de la prueba: ella tiene que demostrar que no miente. Si está angustiada, se la acusa de “trastornada”. Si está serena, de “calculadora”. Si el niño se contradice, es porque fue manipulado. Si no se contradice, es porque fue entrenado. La verdad queda atrapada en un juego  perverso de doble filo que siempre la degüella.

¿Y las estadísticas? El famoso “0,01 %” de denuncias falsas que algunas feministas esgrimen tampoco dice nada. Es otra media verdad. Solo refleja cuántas causas fueron formalmente investigadas como falsas, no cuántas lo eran en realidad. El número es bajo no porque no haya manipulación, sino porque el sistema no registra lo que no investiga. Y revelan algo muy jugoso, muy pocos acusados se atreven realmente a denunciar a quien los denunció. Muchos saben que se salvaron por falta de pruebas y no por ser inocentes. Y sus abogados se lo advierten,  si difícil es demostrar lo que sucedió entre cuatro paredes en el cuarto de un niño, mucho mas difícil es demostrar la "intención" de quien denuncia.

Es más rentable y jugoso enarbolar la bandera de la falsa denuncia y hacer pasar por  inocencia la culpabilidad "no probada". 

El problema no es que haya gente que mienta. El problema es que se usa esa posibilidad como coartada para dudar sistemáticamente del testimonio infantil y deslegitimar a las madres o abuelas que denuncian lo que sus hijos e hijas  cuentan que les hace su padre. Y eso no solo es injusto: es peligroso. Porque mientras discutimos si las madres mienten, los abusadores siguen en casa, y muchas veces viviendo con sus hijos. Niños y niñas que son separados de su madre por "alienadora". 

Ante la falta de "pruebas" del abuso, el perpetrador no solo sigue libre sino que el niño es obligado a convivir con él aunque suplique que lo dejen seguir viviendo con su mamá. El juzgado, obviamente, no puede ni debe condenar a un hombre si hay  falta de pruebas. Pero puede (y lo hace diariamente)  condenar al niño a convivir con el padre. Y también condena a la madre y al hijo a vivir separados, muchas veces sin visitas y con contacto cero.

El sistema judicial patriarcal siempre se muestra dispuesto a cerrar filas ante el profesor de kárate pederasta o el vecino con problemas que toquetea a los niños del barrio. Pero contra el padre... eso no. El pater familia intocable es la base de la sociedad que hemos creado. No la familia, como nos repiten mil veces cada día. Recordemos siempre que familia etimológicamente es el conjunto de esclavos, hijos y esposa de un hombre. La base de la nuestra sociedad es el patriarcado, y la propiedad. Primero el macho padre y después el papá Estado, que es quien tiene el ultimo martillazo.

Acordaos de los cien patriarcas escogidos por Rómulo después de matar a su hermano para fundar Roma. Cien machorros sin esposa a los que llamó "Pater senatus" sin haber engendrado nunca un hijo.

Las mujeres necesarias para hacerlo las buscaron rapidito. Quedaron con los vecinos, unos tales sabinos y le secuestraron a las hijas y esposas. Hay muchos cuadros del rapto de las pobres sabinas obligadas después a convivir con sus secuestradores y darles hijos a los asesinos de sus hijos, padres y hermanos. Esa es la base de Roma, y del derecho romano que padecemos hasta hoy.  Asesinato, machismo y secuestro. Ese es el patriarcado en su máximo esplendor.

Rebolledo debería investigar un poquito de donde nacen los sesgos de los juzgados de familia antes de escribir y la editorial Planeta, que no sé en cual planeta se inspiró para escoger el nombre, tal vez debería aterrizar en el nuestro.

En el planeta Tierra hace falta investigar más antes de hablar y publicar para poder ser tomado en serio.

Isabel Salas






NI MUJER NI MINIFALDA

No hay violencia justa, ni violencia con buena excusa. El violento no necesita razones: necesita frenos. Y si no los tiene, da igual que la ...